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Donald Trump convierte el Jardín de Rosas de la Casa Blanca en una versión de Mar-a-Lago

El Jardín de Rosas de la Casa Blanca, durante décadas símbolo de elegancia, tradición y poder político, atraviesa una transformación que ha despertado críticas, asombro y hasta burlas. Lo que en su día fue escenario de algunas de las imágenes más icónicas de la historia estadounidense —desde el pequeño John F. Kennedy Jr. jugando en 1963, hasta la reina Isabel II con sombrero de paja entregando un premio en 1991, o el excéntrico momento en que Donald Trump reprendió en 2017 a un niño que cortaba el césped— ha dejado de ser lo que era.

El césped, antaño cuidado con mimo, ya no existe. En su lugar, se ha instalado una explanada de losas de piedra caliza blanca, reforzada con iluminación subterránea y mobiliario del mismo color, coronado por sombrillas rayadas en blanco y amarillo que, para muchos observadores, parecen más apropiadas para un chiringuito de playa que para el corazón de la capital estadounidense.

La decisión resulta llamativa si se considera que el propio Trump firmó a finales de agosto un decreto en el que criticaba el modernismo y el brutalismo arquitectónico, exigiendo que los edificios federales "abrazaran la arquitectura clásica" y embellecieran los espacios públicos. Paradójicamente, su propia remodelación del Jardín de Rosas ha derivado en lo contrario: lo que antes era un espacio acogedor y verde ahora se asemeja a una mezcla entre pista de patinaje y tablero de ajedrez gigante.

Además, el lugar ha sido rebautizado con un nombre sorprendente: The Rose Garden Club. Según confirmó esta semana un portavoz presidencial, el espacio está llamado a convertirse en el "club más exclusivo de Washington, o incluso del mundo". El jueves estaba previsto que el nuevo Rose Garden Club debutara con la cena para dos docenas de ejecutivos tecnológicos de primer nivel: estaban invitados Mark Zuckerberg (Meta), Tim Cook (Apple) y Sam Altman (OpenAI). Elon Musk, hasta no hace mucho el más cercano al presidente, aseguró haber recibido invitación, pero decidió no asistir.

Sin embargo, la primera velada no salió como estaba planeado. El mal tiempo obligó a trasladar la cita al Salón de Estado, donde los magnates cenaron bajo techo mientras buscaban ganarse la simpatía del presidente. El episodio, aunque anecdótico, puso de relieve la intención de Trump: transformar un espacio cargado de simbolismo en una especie de club privado para la élite económica y tecnológica mundial.Los analistas apuntan a que Trump comprende mejor que nadie el poder de la estética política. Durante sus años fuera del poder, su residencia en Miami, en Palm Beach, el famoso complejo de Mar-a-Lago, se convirtió en su principal plataforma de influencia. Allí cultivó una imagen de prestigio que le permitió mantener viva su base de apoyo y proyectarse como líder incluso estando fuera de la Casa Blanca.

Con la Casa Blanca bajo su mando nuevamente, intenta reproducir ese mismo modelo: un lugar que funcione al mismo tiempo como residencia oficial y como club social exclusivo. Sin embargo, en esta ocasión, muchos consideran que el intento ha fallado.

La transformación del Jardín de Rosas no es un hecho aislado. Según ha trascendido, también se planea la construcción de un gran salón de baile blanco y dorado, adosado al Ala Este, y la redecoración de la Oficina Oval con ornamentación dorada en paredes y chimenea. Además, se han colgado varios retratos de gran tamaño del propio presidente, lo que refuerza la impresión de culto a la personalidad.

Las reacciones no se han hecho esperar. En las redes sociales, usuarios ironizan con que parte de la decoración parece provenir de grandes superficies como Home Depot. Aunque no hay confirmación de ello, la mera especulación refleja el tono de burla con el que muchos perciben estos cambios.

La nueva estética de la Casa Blanca recuerda más al ostentoso palacio de Recep Tayyip Erdo?an en Turquía o a los más de cien palacios construidos por Saddam Hussein en Irak, hoy en ruinas en su mayoría, que a palacios europeos como Versalles o Buckingham.

En su intento por proyectar poder y grandeza, Trump transmite más bien una sensación de desesperación. Sus remodelaciones no evocan majestuosidad, sino una búsqueda de admiración, reconocimiento y, sobre todo, legado, según diversos expertos de medios norteamericanos.

El Jardín de Rosas fue concebido en 1961 por iniciativa del presidente John F. Kennedy, bajo la influencia estética de su esposa Jackie y de la diseñadora Bunny Mellon. Desde entonces, ha sido un lugar asociado con la historia viva de Estados Unidos, escenario de momentos solemnes y entrañables que combinaron la política con la intimidad presidencial. Hoy, ese mismo espacio se ha convertido en una explanada de piedra pensada para cenas de gala, cócteles y, según se ha filtrado, incluso espectáculos. No en vano, se ha anunciado que el Día de la Independencia de 2026, coincidiendo con el 250 aniversario del país, la Casa Blanca albergará un combate de artes marciales de la UFC en el South Lawn. Aunque este evento no tendrá lugar en el Rose Garden, muchos consideran que encajaría mejor en su nueva versión de club.

La transformación genera un debate más profundo: ¿hasta qué punto puede un presidente alterar los símbolos arquitectónicos de la nación en función de sus gustos personales? Para los defensores del patrimonio, la nueva estética supone una ruptura con el espíritu de un espacio concebido para representar continuidad, solemnidad y respeto institucional.

Trump siempre ha entendido la política como espectáculo, y el poder, como escenario. Con el Jardín de Rosas convertido en club privado, la Casa Blanca parece avanzar hacia una versión personalista del poder presidencial, donde la línea entre residencia oficial, sede de gobierno y plataforma de autopromoción se vuelve cada vez más difusa. El resultado es la caricatura de un palacio presidencial. La remodelación del Rose Garden refuerza la percepción de un presidente obsesionado con su imagen y su memoria histórica.

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