
De un tiempo a esta parte la política catalana se ha convertido en una escalada constante, que ha supuesto que en nueve años el apoyo al independentismo haya pasado del 10% al 48% de la sociedad. En lo legislativo todo empezó el 13 de noviembre de 2003, cuando Zapatero prometió que apoyaría la reforma del Estatut que aprobara el Parlament catalán. En lo judicial el pistoletazo de salida tuvo lugar el 28 de junio de 2010 cuando el Constitucional tumbó ese mismo Estatut. Pero en lo político hay otra fecha marcada en rojo: el 15 de junio de 2011.
El motivo es claro: esta escalada independentista no habría sido posible sin que un partido como Convergència, hegemónico en Cataluña y respetado fuera, hubiera tomado esa bandera. Pero claro, CDC nunca hubiera cumplido esos dos requisitos de haber sido abiertamente independentista. La pregunta es, ¿qué fue lo que hizo que un partido conservador, institucional y en muchos casos vinculado con la burguesía catalana, acabara pactando con la izquierda más extrema, antisistema y reivindicativa para iniciar este proceso?
En aquel lejano día los entonces president de la Generalitat -Artur Mas- y presidenta del Parlament -Núria de Gispert- tuvieron que acceder al Parlament en helicóptero. No fue un transporte de urgencia, ni un alarde de poderío: es que miles de manifestantes habían rodeado el Palau y amenazaban con increpar a cualquiera que intentara entrar, como finalmente sucedió.
Había pasado un mes desde el inicio del 15M, con la icónica manifestación y posterior acampada de los indignados en el corazón de Sol, un movimiento que se trasplantó a otras ciudades e incluso países. En una Barcelona donde las movilizaciones sociales suelen ser mucho más intensas -incluso violentas- que en otros puntos de la geografía patria, las manifestaciones escalaron hasta el punto de bloquear el Parlament.
Un año antes, el rechazo al recorte del Estatut hizo que miles de personas salieran a la calle para reclamar que se respetara el texto que habían votado y aprobado. Ahora la manifestación era contra los dirigentes, y el contexto no auguraba que el clima se fuera a suavizar: la crisis conllevaba recortes y, para más urgencias, los escándalos de corrupción de la formación empezaban a aflorar.
No quiere decir todo esto que Convergència 'creara' la crisis independentista, porque ese sentimiento ya existía. Sencillamente viraron ideológicamente para solventar sus propias urgencias: culpando al Estado del desequilibrio en la financiación se señalaba un enemigo externo al que combatir como solución para los problemas más inmediatos. Y la fórmula funcionó.
Apenas tres meses después tuvo lugar la primera gran Diada independentista de cuantas se han sucedido hasta la fecha: las protestas contra los políticos catalanes se convirtieron en protestas contra políticos nacionales. No se habló de los recortes del Govern, sino de los recortes que tenían que hacer porque una financiación injusta les obligaba. Los escándalos de corrupción -o incluso la brutal gestión de los Mossos para disolver las manifestaciones de los indignados- quedaron en segundo plano. A ese 10% de catalanes independentistas de toda la vida se fueron añadiendo un 30% de adicional de convencidos por el nuevo escenario: la carrera independentista había empezado.
En esa lógica no hay lugar para parar. Ha sido una rueda continua que sólo pareció aminorar la marcha en el tiempo que tardó el Constitucional en emitir su fallo. Después, todo se precipitó. La sucesión de manifestaciones, propuestas legislativas tumbadas por el Constitucional y las elecciones anticipadas casi como norma han sido peldaños en una escalera sin fin. No importó siquiera que para no detener el proceso el propio Artur Mas debiera ser sacrificado: la CUP exigió su cabeza como condición para investir a la coalición independentista y así fue como Carles Puigdemont entró en escena. No importó tampoco si CiU desaparecía por la huída -y desaparición- de Unió.
Pero la política no es un dibujo de Escher, y las escaleras infinitas no existen. Se consiguió esquivar con cierta audacia el veto al referéndum del 9N, convirtiéndolo en una consulta no oficial. Pero el compromiso adquirido de un referéndum y de su aplicación hicieron que se avistara el final. El Gobierno central actuó y el Govern siguió adelante.
La pregunta ahora es si la huida hacia delante tiene más recorrido posible. Puigdemont y la mitad de su Govern están en Bélgica, intentando llamar la atención internacional al tiempo que dilatan su comparecencia ante el tribunal. La Ley, la comunidad internacional y más o menos la mitad de la opinión pública dan la razón a La Moncloa, y la acción de la Justicia es lenta, pero inexorable.
Así las cosas, lo más pragmático es acudir a las elecciones del 21D para intentar sumar una nueva mayoría independentista y hacer que la partida muera en tablas por reiteración: hay una forma de hacer jaque mate, pero requiere un tiempo y una paciencia que igual ya no existe.
A estas alturas hay quien ve en la 'etapa belga' del procés su último paso antes de morir ante un juez. La aceptación de las elecciones el 21D no sería más que una claudicación ante la autoridad de Madrid. A fin de cuentas, una independencia no va sólo de declaraciones, sino también de poder efectivo para poder reclamar y controlar el territorio. Y eso este Govern, por más que sea el legítimo en las urnas, no lo tiene.
En sentido contrario, otros ven en esta escenificación internacional y en las elecciones del mes que viene una nueva etapa hacia un final inexorable a favor del independentismo. El encarcelamiento o la inhabilitación del Govern podrían tener consecuencias inesperadas. Y, pase lo que pase -que seguramente no pase antes del 21D-, es posible que la mayoría ganadora de las elecciones vuelva a ser independentista.
Ante ese escenario, una vez más, el líder no será importante: Mas dio un paso al lado, Puigdemont puede acabar en la cárcel. Pero el enquistamiento del problema, esta vez quizá con ERC y las CUP dirigiendo el proceso, nos devolverá a la casilla de salida con la partida ya avanzada. Quizá todo esto no es una concesión, ni un paso atrás: es sencillamente que estamos terminando una jugada y empezando otra. La partida quizá no termina todavía. De hecho, quizá podría ser eterna y sólo la reforma constitucional pueda terminar con ella. Pero para todo eso aún deberían pasar muchas cosas más.