Hubo un tiempo en el que el apellido Vanderbilt era sinónimo de riqueza. Cornelius Vanderbilt, nacido en Nueva York en el seno de una humilde familia de inmigrantes, logró construir una de las mayores fortunas de la historia, gracias a su privilegiada visión para los negocios y su pionera apuesta por el ferrocarril como medio de transporte. Pero, en tres generaciones, todo desapareció.
Una caída que hace buenos los numerosos dichos populares y refranes sobre las empresas familiares, que aseguran que "la riqueza nunca sobrevive a la tercera generación". "El padre la crea, el hijo la mantiene y el nieto la cierra", "padre trabajador, hijo vividor, nieto mendigo", o "la primera generación construye la riqueza, la segunda la mantiene y la tercera la dilapida", son algunos de estas frases célebres que se ajustan como anillo al dedo al caso de los Vanderbilt.
Los antepasados de Cornelius, granjeros, llegaron a Nueva York a mediados del siglo XVII, donde consiguieron trabajo como sirvientes. Cuando este nació, en 1794, la familia seguía siendo humilde, tanto que a los 11 años tuvo que dejar la escuela para empezar a trabajar y colaborar con la economía doméstica. Consiguió su primer empleo en los ferrys que conectaban Staten Island con la ciudad de Nueva York.

Con tan solo 16 años, y gracias a un modesto préstamo de su madre, logró comprar una goleta, con la que empezó su propio negocio. Es en aquella época, navegando con su propio barco, en el que se gana el apodo de 'El Comodoro', que le acompañaría hasta el final de sus días. Joven competitivo, habituado a las peleas, y muy marcado por el sacrificado espíritu holandés, no tarda en hacer rentable su pequeña empresa, llevando viajeros a Nueva York.
Demostrando gran visión de negocio, aprovecha la Guerra de 1812 para lograr contratos gubernamentales para el abastecimiento de la ciudad, lo que le permite ir aumentando su flota de veleros. Pero en 1818 toma una decisión drástica, y vende todos sus barcos. Y empieza a trabajar para Thomas Gibbons, como capitán de un barco de vapor.
Su propia naviera
Durante los 10 complejos años que se dedica a trabajar por cuenta ajena, aprovecha para conocer todo sobre el negocio, sobre cómo funcionaban los monopolios de las empresas de transporte que controlaban el Hudson, y también para ahorrar. Y gracias al capital acumulado, en 1829 funda su propia compañía naviera de barcos de vapor.
La guerra por el control del Hudson fue encarnizada, pero gracias a su valentía, a que poseía los barcos más lujosos y que sus precios eran los más bajos, Vanderbilt acabó haciéndose con el dominio del río durante una década. El control era tan grande que su competencia acabó pagándole para que dejara esa ruta y se fuera al Noroeste. Dicho, y hecho. Cogió el dinero que le ofrecieron, y empezó a establecer rutas entre Nueva York y Boston, que fueron un completo éxito.
Gracias a los resultados de su naviera, para 1846 ya se puede considerar que 'El Comodoro' era millonario. Aprovechando su posición, y la fiebre del oro que arrancaba en la Costa Oeste, crea una ruta entre Nueva York y San Francisco, a través de Nicaragua, que combinaba transporte marítimo y terrestre, y que acortaba el viaje en 960 kilómetros, y ahorrando un 50% del coste. Otro negocio exitoso que solo abandonó cuando la competencia, de nuevo, le pagó por hacerlo.
El negocio de los ferrocarriles
Paralelamente, en 1844, incursiona por primera vez en el negocio de los ferrocarriles. Le nombran director de la Long Island Railway, una línea que unía Nueva York con Boston, pero que requería un transbordo en ferry. Poco después, encontraron un paso alternativo para que todo el viaje se hiciera en tren. Y ya en la década de los 50 entró de lleno en el negocio ferroviario. Se hizo con el control de El Harlem, una línea deficitaria y de poco valor, pero que tenía la ventaja de que era la única que llegaba hasta el centro de Manhattan.
Una vez en el cargo, tuvo numerosos problemas con las líneas de conexión que ofrecían otras compañías. Pero cada batalla que disputó, venció. Poco a poco fue tomando el control del resto de empresas ferroviarias, mientras iba dejando el negocio naval, que abandonaría completamente tras la Guerra Civil, en la que colaboró con el Gobierno donando algunos de sus mejores barcos.

Mientras tanto, con tácticas no siempre éticas, se hizo con la Hudson River Railroad, la New York Central Railroad, o la Lake Shore, que daban servicio en casi todo el noreste del país. Cuando en 1870 decidió unir las líneas, ofreciendo por primera vez una línea de tren que iba de Nueva York a Chicago, creó una de las primeras corporaciones gigantes de Estados Unidos.
También entonces construyó la estación Grand Central de Nueva York, que sirvió como terminal de todas sus líneas férreas, y que se convirtieron en uno de los epicentros de la ciudad. Además, empleaba a miles de personas que habían perdido su trabajo durante la crisis de 1873, que es lo más parecido a la filantropía que hizo nunca Vanderbilt.
Una fortuna de 100 millones
No llegaría a disfrutar durante mucho tiempo de su imperio, pues falleció en 1877, a los 82 años de edad. En el momento de su muerte, contaba con una fortuna estimada de 100 millones de euros, equivalente hoy a 3.000 millones de dólares, aunque si se midiese en porcentaje de PIB de Estados Unidos, supondrían casi 150.000 millones, una de las mayores fortunas de la historia. Y, más allá de su riqueza, dejó un enorme legado gracias a su contribución al desarrollo de la infraestructura de Estados Unidos y su sistema de transportes.
Los últimos años de su vida también los dedicó a pensar quién debería ser su sucesor. El problema es que su hijo favorito de los 13 que tuvo, George, había fallecido en la guerra, sin ni siquiera entrar en combate. Así que decidió depositar su confianza en William, cono el que había tenido numerosos problemas, pero que había demostrado buen ojo para el negocio ferroviario. Cuenta la leyenda que antes de fallecer le dijo que "cualquier bobo puede crear una fortuna, pero se necesita un hombre con cerebro para mantenerla".
Finalmente, a él le legó el 95% de su patrimonio, una decisión que provocó enfrentamientos entre el resto de herederos, que no compartían la decisión. Tres de sus hermanos, Corneel, Ethelinda y Mary llevaron el asunto a los tribunales, alegando que su padre no estaba en su sano juicio cuando redactó su testamento. También aseguraron que estaba bajo la influencia de William, que había contratado a un espiritista corrupto para influir en su decisión. Para evitar una humillación mayor del apellido familiar, William llegó a un acuerdo para darles medio millón a cada uno de sus hermanos para que abandonasen la guerra.
Mientras tanto, William, casi opuesto a la forma de hacer negocios de su padre, fue tomando sus propias decisiones. Demostró una gran habilidad, y sobre todo mucha facilidad para establecer relaciones, al contrario que 'El Comodoro', y en tan solo 8 años había duplicado la fortuna familiar. ¿La receta? Vender parte del negocio ferroviario, y apostar por los bonos gubernamentales.
Discreto, le pesaba la carga de ser el hombre más rico del mundo. Solo deseaba vivir en paz, y llegó a asegurar que no cruzaría la calle para ganar un millón de dólares.
El declive
¿Y qué pasó con el legado de Vanderbilt? ¿Por qué no ha llegado este apellido hasta nuestros días? Porque William fue el último de la estirpe en aumentar la fortuna familiar. Tras su muerte, en 1885, sus hijos, los nietos de Cornelius, estuvieron más preocupados de dilapidar el dinero que de trabajar.
La primera en iniciar el declive seguramente fuese Alva Vanderbilt, esposa de William Kissam. Los Vanderbilt, a pesar de su fortuna, no eran parte de la alta sociedad de Nueva York. Les veían como nuevos ricos, sin modales y sin la sofisticación necesaria para estar entre la élite de la ciudad. Y Alva no estaba de acuerdo con esta situación, así que hizo todo lo posible por introducir a la familia en esos círculos, para lo que no escatimó en gastos. Cuentan que organizó una fiesta para más de 1.000 invitados, que tuvo un coste de 6 millones.
El problema es que moverse en la alta sociedad conlleva unos gastos, como construir mansiones, algo en lo que Cornelius nunca estuvo interesados. Compraron yates y numerosas propiedades que les permitieron mostrar su riqueza. Viajaban por todo el mundo, apostaban... gastaban sin límite. Todo se empezó a complicar cuando los gastos de su estilo de vida empezaron a ser mayores que sus ingresos, por lo que tuvieron que empezar a hacer uso de la herencia.

Cuando en el siglo XX, además, les golpearon la llegada de nuevos impuestos, la Gran Depresión y la popularización de los coches, que afectó al negocio ferroviario, no encontraron alternativa. No habían hecho ninguna inversión, no habían creado ningún negocio paralelo... no habían hecho nada para ganar dinero.
Cuando la familia Vanderbilt se reunión en 1973, ninguno de los herederos allí presentes contaba con una fortuna que se acercase al millón de dólares. En menos de un siglo y medio, haciendo bueno el dicho, la tercera generación había dilapidado toda la fortuna familia.