
La cadena hotelera Castilla Termal se ha fijado como objetivo duplicar su tamaño hasta el año 2030, y para ello invertirán 100 millones de euros en duplicar sus cinco hoteles actuales hasta un mínimo de diez establecimientos, un crecimiento que también se trasladará a su plantilla, que para entonces esperan que supere los 1.000 empleados. Para llevar este plan a buen puerto han puesto sus ojos más allá de las fronteras españolas, donde tienen previsto continuar extendiendo su oferta en los próximos años, y para lo cual se encuentran tanteando el mercado internacional en busca de inmuebles adecuados.
La compañía, que redefinió su proyecto durante la pandemia, busca ahora lograr una mayor internacionalización de su producto, dada la presencia al alza de clientes procedentes de Estados Unidos, México o distintos países europeos. Sus hoteles, que no cierran en temporada baja, alcanzaron una ocupación media anual del 70%, donde una tercera parte son visitantes extranjeros.
Para este tipo de cliente buscan crear "apuestas singulares, crear destinos y ofrecer productos alternativos". "La diferenciación es la principal apuesta, no queremos hacer lo mismo que el resto, porque creemos en ello", explica Roberto García, presidente ejecutivo y máximo accionista de Castilla Termal a elEconomista.es.
Su oferta actual se concentra en cinco hoteles singulares, tres de los cuales están calificados como Bienes de Interés Cultural, y en los cuales se ha acometido una inversión para su rehabilitación importante para el nuevo uso hotelero. Están situados en el antiguo Monasterio de Valbuena (Valladolid); la antigua Universidad de Santa Catalina de Burgo de Osma, del siglo XVI (Soria), la Real Fábrica de Paños de Brihuega, del siglo XVIII (Guadalajara) y un palacio modernista del siglo XIX en Solares (Cantabria) y el pionero, abierto en Olmedo en el año 2005 tras rehabilitar el antiguo Convento de Sancti Spiritus, del siglo XII.
Castilla Termal alcanzará este año los 400 empelados, una media de 80 por cada uno de los cinco hoteles que a día de hoy posee la compañía, algo que su CEO considera "una apuesta clara por la calidad". También por la generación de puestos de trabajo en entornos rurales, dado que más del 80% de la plantilla procede o reside en localidades próximas a los establecimientos.
"Nos hemos hecho un hueco en el mercado con este modelo experiencial y de calidad, y el objetivo es conseguir más visibilidad por todo el mundo", explica. A juicio de García, "queda mucho camino por recorrer fuera del sol y playa", por lo cual abogan por un turismo alternativo de bienestar que "crea destinos". Este crecimiento previsto ya ha arrancado con los proyectos para poner en marcha dos nuevos hoteles en los próximos tres años, que se situarán en el Palacio de Avellaneda situado en Peñaranda de Duero (Burgos) y el Monasterio de Sant Jeroni de Cotalba, en Alfauir (Valencia).
Paradores, el gran rival
Castilla Termal no oculta su competición con Paradores, su principal rival en el segmento del turismo de interior. Para diferenciarse de la hotelera pública, centra su propuesta en la sostenibilidad a todos los niveles, desde la gastronomía de proximidad —llevada al extremo de disponer de huertos propios— a una oferta de restauración de alta calidad, como la existente en Valbuena de la mano del chef Miguel Ángel de la Cruz, que cuenta con una estrella Michelín Sostenible.
El punto de diferenciación en el mercado también se observa en la integración del wellness en la experiencia de viaje, que se traduce en piscinas termales y zonas de tratamientos de belleza y bienestar que juegan con la singularidad del agua en las distintas zonas en las que se sitúan sus inmuebles. Con ello tratan de "llevar la experiencia rural a un nuevo nivel".
García define a Castilla Termal como una "sociedad tractora en el territorio" y para ello presume de la producción de alimentos propios como la miel, o de bebidas como el vino. El presidente y CEO del grupo hotelero asegura que su modelo de sostenibilidad medioambiental "es rentable" gracias a "la contención de gastos que permite la independencia energética", una rentabilidad que también se observa en la huerta, al ser capaces de ofrecer productos con más valor añadido que se pueden ofrecer en sus cartas gastronómicas. Pese a ello, defiende que "la primera sostenibilidad es la económica",