
Sam Altman ha pasado en poco más de tres años de ser uno de los cerebros más prometedores de la tecnología, pero poco conocido para el gran público, a ocupar cientos de titulares y ser visto por muchos como una persona capaz por sí misma de modular el momento actual de la humanidad. Sí, suena grandilocuente, pero si vemos cómo la inteligencia artificial y en particular ChatGPT ha modificado el mundo en solo dos años, no tanto.
Así lo cree también Keach Hagey, periodista del Wall Street Journal, y autora de The Optimist, la primera biografía del CEO de OpenAI.
El libro se balance sobre dos preguntas: ¿Qué tipo de persona lidera la revolución más ambiciosa desde la llegada de internet? ¿Y qué riesgos conlleva cuando su brújula moral y su instinto comercial no siempre apuntan en la misma dirección?
En una entrevista con el medio TechCrunch, Hagey lanza preguntas incómodas que rodean la figura de Altman: ¿Es un visionario comprometido con el futuro de la humanidad o un maestro del relato que ha seducido a inversores, gobiernos y tecnólogos por igual?
A través del ascenso meteórico de Altman —desde un adolescente precoz en el Medio Oeste norteamericano, hasta la figura central de OpenAI— se dibuja también un retrato inquietante del frágil equilibrio entre innovación y ética, entre ideales públicos y beneficios privados.
La construcción de un mito: de Loopt a OpenAI
Keach Hagey inicia su relato en el corazón del Medio Oeste americano, donde Altman creció rodeado por una familia ambiciosa y compleja. Su padre, Jerry Altman, fue un idealista defensor de las colaboraciones público-privadas, mientras que su madre, médica y madre de cuatro hijos, encarnaba una ética del trabajo implacable. Este contexto de tensión familiar y altas expectativas forjó en Altman tanto una ansiedad crónica como una determinación inusual.
A los 19 años fundó Loopt, una app de geolocalización que, pese a no triunfar, lo colocó en el radar de Silicon Valley. Luego, en Y Combinator, demostró una capacidad legendaria para captar capital y vender visiones de futuro. Para Hagey, esa habilidad narrativa —"más propia de un vendedor de enciclopedias que de un tecnólogo"— es la clave para entender por qué hoy Altman lidera el proyecto más ambicioso de la inteligencia artificial.
Su talento para contar historias atrajo inversores, colegas y gobiernos, pero también generó dudas sobre su honestidad y fiabilidad. Algunos socios de sus primeras aventuras, incluidos ejecutivos de Loopt, llegaron a pedir su destitución. La misma historia se repetiría, años después, en OpenAI.
El experimento fallido de la gobernanza sin control
La estructura de OpenAI es única, por no decir contradictoria. Se trata de una empresa con fines de lucro controlada por una junta sin ánimo de lucro. Una estructura que, según Hagey, fue la chispa que encendió el caos conocido internamente como "The Blip": la repentina destitución de Altman por parte del consejo de administración, seguida de su rápida restitución tras una revuelta interna que amenazó con vaciar la empresa y llevarla en bloque a Microsoft.
Este episodio no fue una simple anécdota de oficina. Reveló una verdad incómoda sobre el poder: aunque el consejo tenga el control legal, los verdaderos dueños del futuro de la empresa —los trabajadores clave y los grandes socios financieros— no aceptarán ser espectadores.
OpenAI dio entonces marcha atrás en sus planes de dar más poder al lado lucrativo de la empresa, lo cual podría dificultar su acceso a nuevas rondas de inversión. En un sector extremadamente intensivo en capital como la IA, esta fragilidad estructural no es un detalle menor: podría convertirse en un problema existencial.
Entre la moral y la eficiencia: ¿Puede la IA ser un proyecto ético?
Uno de los temas centrales del libro de Hagey es la tensión entre la moralidad personal de Altman y las decisiones empresariales que ha tomado. Altman, según la autora, se ha definido desde el principio como alguien convencido de que la IA debe ser dirigida y financiada por el sector público. Su modelo ideal se parece al de los grandes laboratorios del siglo XX —como Bell Labs o Xerox PARC— en los que el Estado ejercía de mecenas y garante ético del progreso.
Sin embargo, la realidad actual parece inclinarse más hacia un capitalismo de Estado, en el que gobiernos como el de Estados Unidos (e incluso Emiratos Árabes) financian grandes infraestructuras sin imponer restricciones claras en términos de seguridad o ética.
Para Hagey, este giro evidencia una renuncia peligrosa al componente moral del proyecto. Si el futuro de la IA depende solo de acuerdos millonarios y megalómanos, ¿quién velará por que su impacto no sea devastador?
Política, contradicciones y la habilidad de sobrevivir
Otro elemento fascinante es la capacidad de Altman para navegar aguas políticas turbulentas. A pesar de declararse progresista, ha forjado alianzas fructíferas con personajes cercanos al expresidente Donald Trump. Lejos de posicionarse ideológicamente, ha elegido centrarse en un punto de convergencia muy concreto: los grandes proyectos de infraestructuras.
"Trump respeta una cosa por encima de todo: un gran acuerdo con una gran cifra. Y eso es justo lo que mejor se le da a Sam Altman", afirma Hagey. Este pragmatismo estratégico recuerda al de industriales como Henry Ford o Elon Musk, que moldean su imagen pública según convenga, mientras consolidan imperios personales.
En este contexto, Altman no es tanto un político como un hábil negociador. Su optimismo sobre el progreso social y tecnológico se combina con una ambición implacable, que le permite cerrar acuerdos y sobrevivir a crisis que habrían destruido a otros líderes.
La paradoja del "hype": entre los apocalípticos y los utópicos
Uno de los pasajes más interesantes de la entrevista gira en torno a la "burbuja de hype" que rodea a la inteligencia artificial. Hagey observa que tanto los defensores extremos —que predicen un paraíso tecnológico— como los críticos apocalípticos —que advierten sobre la destrucción de la humanidad— alimentan una narrativa común: la de que la IA lo cambiará todo.
Lo que nadie parece plantearse seriamente es que la IA podría ser algo mucho más modesto: una herramienta empresarial útil, pero no revolucionaria. Como un nuevo PowerPoint o un Slack con esteroides.
Sin embargo, Altman no vive en ese punto medio. Para él, la IA es una misión casi espiritual. Y eso, en un contexto de inversión desmesurada, regulación laxa y expectativas sociales elevadas, convierte cada paso de OpenAI en una apuesta existencial.
Sam Altman representa tanto lo mejor como lo más inquietante del nuevo orden tecnológico. Su historia es la de un vendedor brillante, un visionario ambicioso y un ser humano con cicatrices personales que ha sabido convertir sus inseguridades en combustible para cambiar el mundo. Pero también es la historia de una estructura empresarial que desafía las normas básicas de gobernanza, de un ecosistema donde el dinero y el relato pesan más que la ética, y de una tecnología que aún no sabemos si será redentora o destructiva.