
El culebrón arancelario de Donald Trump ha puesto encima de la mesa muchas posibilidades, aunque es verdad que habrá que ver cuántas se materializan. Una de ellas es la realidad de que buena parte de la tecnología de las empresas más poderosas de Estados Unidos se fabrica fuera de sus fronteras… y cómo podría afectarle el precio de los aranceles. El ejemplo más claro: los iPhone.
¿Por qué no se fabrican en Estados Unidos? Lo cierto es que no es solo una cuestión de costes. En 2011, en una conversación que podría parecer de sobremesa pero que reveló las fracturas estructurales de la economía global, Steve Jobs desmontó en apenas una frase uno de los grandes anhelos políticos de la era postindustrial: recuperar la manufactura para el corazón de Occidente.
"Esos trabajos no van a volver", le dijo Jobs al presidente Barack Obama, cuando este le preguntó por qué Apple no fabricaba el iPhone en Estados Unidos. Más allá del tono directo y la crudeza de la respuesta, el intercambio dejó al descubierto una verdad incómoda: en la batalla por el músculo industrial del siglo XXI, Estados Unidos ya no tiene las herramientas, ni el tiempo, ni la cultura laboral necesarias para competir con el modelo asiático.
¿Cómo se convirtió China en el engranaje esencial del milagro tecnológico de Apple? ¿Y qué significa eso para el futuro de las democracias liberales, atrapadas entre la nostalgia industrial y las cadenas de suministro globalizadas? Esa conversación, recuperada estos días, da algunas ideas.
Cómo china se convirtió en el taller del iPhone
Esta escena fue documentada en la biografía de Steve Jobs escrita por Walter Isaacson. Es un resumen en miniatura de una transición histórica: el paso del liderazgo industrial desde las fábricas de Detroit y Chicago hacia los clústeres manufactureros de Shenzhen y Chengdu.
Cuando Apple diseñó el iPhone, la decisión sobre dónde fabricarlo no fue ideológica ni sentimental. Fue estratégica. China ofrecía lo que Estados Unidos ya no podía garantizar: velocidad de implementación, abundancia de mano de obra técnica y una infraestructura productiva hiperflexible.
Jobs explicó a Obama que, en un momento crítico de la producción, Apple necesitaba rediseñar una pieza de cristal del iPhone. En solo una noche, las fábricas chinas no solo ajustaron el diseño, sino que movilizaron a miles de trabajadores a los que despertaron en sus dormitorios adyacentes para iniciar turnos nocturnos. Ningún sistema laboral occidental hubiera podido ejecutar algo así.
Lo que China había construido no era simplemente una capacidad fabril, sino una cultura de producción total, integrada verticalmente y sin fisuras entre diseño, ejecución y distribución.
La paradoja del ingeniero estadounidense
Uno de los elementos más reveladores del testimonio de Jobs fue su mención a la escasez de ingenieros cualificados en Estados Unidos. Mientras en China se pueden reunir 8.700 ingenieros en menos de dos semanas, en EE. UU. esto llevaría más de nueve meses.
No se trata solo de una cuestión numérica, sino cultural y estructural. En China, muchas universidades técnicas están alineadas directamente con los intereses industriales del país. La formación profesional tiene un prestigio que en Occidente ha ido diluyéndose, mientras que en EE. UU. se ha privilegiado el conocimiento abstracto sobre las habilidades aplicadas.
La consecuencia es una brecha no solo de formación, sino de mentalidad. En Estados Unidos, un ingeniero busca trabajo en Google o Tesla. En China, se forma para adaptarse a una línea de montaje altamente especializada. No es cuestión de talento, sino de dirección estratégica de ese talento.
Cadenas de suministro y decisiones invisibles
El mito del producto "americano" quedó obsoleto cuando Apple, como muchas otras grandes tecnológicas, empezó a externalizar no solo sus procesos manufactureros, sino también gran parte del valor añadido de la ingeniería aplicada.
Aunque el diseño y la propiedad intelectual siguen naciendo en Cupertino, la realidad es que cada iPhone contiene piezas de decenas de países y se ensambla principalmente en China. Las llamadas cadenas de suministro globales no son solo una cuestión logística, sino política y económica.
El caso Apple demuestra que la eficiencia ya no reside únicamente en las ideas, sino en la ejecución a escala global. Y esa ejecución, hoy, pertenece en gran medida a Asia.
En este escenario, decisiones como el rediseño exprés de una carcasa, el cambio de una pieza de hardware o la mejora de una línea de producción, ya no se toman en Silicon Valley sino en las zonas económicas especiales de Guangdong, donde la velocidad es un activo y el margen de maniobra es infinitamente mayor.
Política industrial vs. Capitalismo de plataforma
El intercambio entre Jobs y Obama también expuso un dilema que sigue sin resolverse: ¿Puede una potencia postindustrial como EE. UU. recuperar el control de su producción sin renunciar a las dinámicas del libre mercado?
Durante décadas, la política industrial fue una mala palabra en Washington. Pero a medida que el dominio chino se consolidaba, las voces que pedían un "rearme" industrial comenzaron a multiplicarse. Bajo las administraciones de Trump y Biden, la narrativa del "reshoring" —traer de vuelta los empleos industriales— cobró fuerza, aunque con resultados inciertos.
El caso Apple es emblemático. La compañía tiene recursos para construir fábricas en cualquier parte del mundo. Pero mientras los márgenes, la escala y la flexibilidad estén del lado chino, mover la producción supone asumir riesgos innecesarios.