Tecnología

La inteligencia artificial ayuda a desvelar 300 nuevos geoglifos de Nazca: así lo está haciendo

¿Qué sucede cuando un algoritmo escudriña las arenas milenarias del desierto en busca de señales del pasado? ¿Y si los secretos más antiguos de la humanidad estuvieran escondidos a simple vista, esperando que una inteligencia no humana los revelara? Una vez más, algo que sonaba muy a película de ciencia-ficción hace no tanto, era ahora realidad.

La arqueología también parece haber entrado en su particular era de la inteligencia artificial.

Durante siglos, los arqueólogos caminaron incansablemente terrenos hostiles, guiados por intuiciones, mitos y mapas incompletos. Ahora, la mirada ha cambiado. Ya no solo se entrena al ojo humano, sino también a las máquinas y los modelos. Y los resultados son tan impresionantes como inquietantes: más de 300 nuevos geoglifos identificados en Nazca en cuestión de meses.

La tercera era de la arqueología: de la azada al algoritmo

A lo largo del tiempo, la arqueología ha atravesado varias revoluciones técnicas. La primera fue puramente artesanal, basada en exploraciones de campo, excavaciones manuales y una dependencia casi romántica del hallazgo fortuito. La segunda, con la llegada de la fotografía aérea, el radiocarbono y el escaneo láser, permitió establecer cronologías y reconstrucciones en 3D. Hoy, con la llegada de la inteligencia artificial, el campo ha entrado en una nueva dimensión: la de la velocidad, la escala y el descubrimiento masivo.

En el caso de Nazca, el equipo liderado por el profesor Masato Sakai utilizó modelos entrenados para reconocer patrones de geoglifos en imágenes satelitales. Esta tecnología permitió descubrir más de 300 figuras nuevas en solo seis meses. Para comparar, la cifra anterior, obtenida en años de expediciones, apenas alcanzaba los 190.

La clave está en el entrenamiento del algoritmo. Las máquinas no interpretan; reconocen. Por eso es necesario alimentar los sistemas con miles de ejemplos previos, ajustar parámetros y validar cada hallazgo manualmente. De hecho, el propio Sakai ha confesado que de cada 36 sugerencias generadas por IA, solo una resultaba ser un geoglifo real. Aun así, el salto cualitativo es innegable.

Del desierto de nazca a las colinas de europa: cartografiar lo invisible

Pero los beneficios de la IA no se limitan a las líneas en el desierto peruano. En Europa, por ejemplo, diversos proyectos están utilizando aprendizaje automático para detectar castros —asentamientos fortificados en colinas— a partir de imágenes de dron y datos LIDAR. Estas estructuras, muchas veces erosionadas por el tiempo o cubiertas por vegetación, se revelan como sombras geométricas solo visibles desde el aire o a través de la detección remota.

Gracias a estas técnicas, se han identificado asentamientos celtas en zonas antes consideradas vacías. Algunas universidades europeas están desarrollando modelos capaces de cruzar datos topográficos con registros históricos, reconstruyendo redes de comercio, patrones de migración y el impacto ambiental de ciertas civilizaciones.

El valor no solo reside en encontrar lo perdido, sino también en evitar que lo que aún existe desaparezca. En regiones marcadas por conflictos armados o desastres naturales, la IA permite investigar de forma remota, garantizando la continuidad de estudios arqueológicos que, de otra manera, serían imposibles.

De la intuición al dato: cómo cambia el rol del arqueólogo

¿Está la inteligencia artificial reemplazando a los arqueólogos? La respuesta es no. Pero sí está transformando radicalmente su forma de trabajar. El experto de campo, acostumbrado a rastrear indicios en el terreno, ahora debe también saber leer mapas generados por modelos algorítmicos, validar hallazgos con criterios científicos y, en algunos casos, colaborar directamente con programadores y científicos de datos.

La arqueología se está hibridando. El trabajo de campo sigue siendo indispensable, pero ahora se complementa con análisis de datos masivos, simulaciones en entornos virtuales y reconstrucciones digitales. El arqueólogo del siglo XXI necesita manejar tanto una brújula como una base de datos.

Y si bien los algoritmos aún requieren validación humana, su capacidad para procesar volúmenes gigantescos de información los convierte en una herramienta indispensable para detectar patrones, establecer correlaciones y acelerar el trabajo investigador.

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