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Fiscalidad ecológica: subidón a la vista

España es el país de la UE con menos impuestos ambientales y la UE y otros organismos recomiendan subirlos; la comisión de expertos que asesora al Gobierno en la reforma tributaria propone aumentarlos en 15.000 millones sólo en energía y transporte.

En la última década del siglo pasado, junto con otras políticas de mitigación del cambio climático, como las derivadas del Protocolo de Kioto, comenzó a surgir la llamada "reforma fiscal verde". Desde entonces, aplicando el conocido principio el que contamina paga, muchos países europeos -Dinamarca, Holanda, Alemania?- han introducido fuertes tributos ligados a la protección ambiental, algo que apenas ha empezado en España, y no muy bien.

España es el país con los impuestos ambientales más bajos en relación al PIB de toda la UE: apenas supera el 1,5 por ciento y están muy lejos de la media comunitaria, situada en el 2,4 por ciento; en relación a los países líderes en la materia, la presión fiscal española es tres veces menor. Por eso, la Comisión -el Ejecutivo de la UE- ha urgido a España a "adoptar medidas adicionales" sobre la política de fiscalidad ambiental en su Programa de Estabilidad 2012-2016.

De acuerdo con las estimaciones de la Comisión, un incremento desde los niveles impositivos actuales -la fiscalidad ambiental supone el 6,3 por ciento de todos los impuestos en la UE- hasta el 10 por ciento, acarrearía un aumento del 1,4 por ciento del PIB comunitario e impulsaría las tecnologías limpias y el empleo, a la par que reduciría la dependencia energética.

Adicionalmente, la fiscalidad ambiental permitiría introducir el precio de la tonelada de CO2 en aquellos sectores económicos no afectados directamente por el Protocolo de Kioto y denominados difusos, como el residencial, el transporte, la agricultura, la gestión de residuos?

España: fiscalidad ambiental dispersa y mal diseñada

La imposición verde en España está mal diseñada, puesto que no se grava en función de la contaminación, sino de las necesidades recaudatorias del erario público, y, además, la han acometido principalmente las comunidades autónomas, dando lugar a una pléyade de impuestos dispares que en ocasiones no tienen justificación ambiental alguna; por añadidura, las comunidades apenas recaudan con ellos y la falta de coordinación incrementa los costes indirectos para los contribuyentes.

Ahora bien, soplan vientos de cambio: la reforma fiscal en ciernes pondrá el acento en los impuestos ambientales, porque hay recorrido para ello, y porque permiten cumplir uno de los objetivos del Gobierno: incrementar la imposición indirecta en detrimento de la directa para evitar el fraude.

De hecho, los impuestos sobre la producción de energía que se introdujeron en la Ley 15/2012 están salvando las cuentas de la Administración, como desvelan los datos de la Agencia Tributaria. En total, han aportado alrededor de 2.000 millones de euros el pasado ejercicio, casi tanto como la subida del IRPF que aplicó el Gobierno al poco de llegar al poder.

Así, no es extraño que el informe elaborado por la comisión de expertos presidida por Manuel Lagares para asesorar al Gobierno en la próxima reforma, anunciada para antes del verano, no dude en señalar la fiscalidad ambiental como una oportunidad pendiente de aprovechar; según los datos que recoge, sólo en impuestos ambientales sobre la energía, aplicando las recomendaciones de la próxima Directiva sobre Fiscalidad Ambiental, ahora en elaboración, se podría incrementar la recaudación en 4.000 millones anuales a corto plazo, cantidad que subiría hasta los 10.000 millones en 2020, cuando la nueva normativa se hubiera aplicado completamente.

La Comisión Lagares, no sin dudas, se suma a la doctrina de la UE y de otros organismos internacionales, como la OCDE, y defiende que esa notable subida de impuestos ambientales, que duplica con creces los niveles actuales, tendría como contrapartida la reducción de la fiscalidad directa, en particular, la que recae sobre el trabajo.

Necesaria revisión de las bases impositivas

Para comenzar la tarea es necesario que las bases impositivas respondan realmente a su finalidad, esto es, influir en los hábitos de consumo y en el comportamiento de la sociedad, haciéndolos más sostenibles.

En el caso más claro, el de la fiscalidad sobre la energía -"el núclero duro de una reforma de este tipo" según la Comisión Lagares-, habría que tener en cuenta el contenido energético -gigajulios- y el contenido potencial de dióxido de carbono, medido en toneladas de CO2.

Eso ya ocurre en el caso del impuesto sobre el carbón, pero la normativa recoge casi todas las exenciones permitidas, de forma que el gravamen efectivo "es casi nulo". En cambio, en el caso de los demás hidrocarburos, la base imponible es el peso del producto gravado -gasóleo o gasolina-, algo que no aporta nada sobre su incidencia ambiental. La modificación no sólo aportaría coherencia, sino que, afirma, fomentaría la eficiencia energética.

Con otros impuestos energéticos, como los que recaen en la electricidad o los que gravan la producción nuclear e hidroeléctrica, sucede algo parecido: los primeros debería gravar los kWh consumidos o producidos y no el importe de dicho consumo o producción, y los segundos adolecen de superposición y su finalidad no es contrarrestar el impacto ambiental, sino acabar con el déficit de tarifa eléctrica. Por lo tanto, urge redefinirlos.

Impuestos autonómicos: inadecuados y descoordinados

Con los impuestos ambientales -o supuestamente ambientales-, las comunidades autónomas han conseguido incrementar su recaudación sin sufrir el desgaste político de, por ejemplo, aumentar el tramo del IRPF sobre el que tienen competencias.

En algunos casos han diseñado auténticos impuestos ambientales, como los que afectan a la gestión de los residuos, pero en otros casos han creado figuras impositivas contrarias a la política estatal, como los cánones eólicos de Galicia y Castilla-La Mancha, o los impuestos a las grandes superficies comerciales de media docena de comunidades, que, adicionalmente, han roto la unidad del mercado nacional; la cosa ha llegado al extremo de gravar el impacto paisajístico -Cataluña- o las propias emisiones de CO2, como ocurre en Andalucía y Aragón.

En opinión de los expertos, el Estado debería tomar cartas en la materia y diseñar auténticos tributos de carácter ambiental con rango estatal, que serían cedidos a las comunidades autónomas para que los gestionasen con cierto margen de maniobra.

Los impuestos sobre el agua entrarían en esta necesaria reordenación, deberían subirse y adquirir carácter finalista, destinándose a cubrir las necesidades de las infraestructuras hidráulicas.

Emisiones distintas al CO2 e infraestructuras de transporte

La Comisión Lagares, además de una profunda refundición de la fiscalidad ambiental existente, también propone la creación de nuevos tributos. El principal, por su impacto recaudatorio, es una tasa para las infraestructuras del transporte -conocida como euroviñeta-, ya sea por un tiempo determinado -como en Austria o Suiza- o con un peaje por trayecto -Alemania, Francia, Austria...- cuya recaudación podría rozar los 5.000 millones de euros anuales.

Igualmente, aboga por establecer un nuevo tributo que afecte a las emisiones distintas al CO2, como el dióxido de azufre o el amoníaco, siguiendo el esquema del actual impuesto murciano. El año pasado se implantó un gravamen para los gases fluorados considerado modélico.

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