
El ser humano lleva contaminando el planeta desde hace miles de años. En concreto, hay estudios que datan a la Edad de Bronce como el primer momento de emisiones de gases de efecto invernadero por la fundición de metales. Esto se dio en los Balcanes, hace 5.600 años, según el estudio de la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. Desde entonces, las emisiones globales de CO2 no han parado de crecer salvo en años puntuales, como en 2020, donde hubo 2.000 millones de toneladas menos de dióxido de carbono en la atmósfera por la pandemia.
Unas pandemias que, si las emisiones prosiguen con el ritmo actual, es probable que sean más frecuentes. Así lo determina el informe de Lancet Countdown de 2022, que sugiere que la probabilidad de que se repita la propagación de una enfermedad por el mundo sea un 2% mayor cada año.
Es entonces cuando se plantea el problema: ¿hay que elegir entre sanidad o economía? Y es que el sistema actual tiene un problema: necesita la quema de combustibles para producir energía y funcionar, pero este uso es precisamente lo que aumenta las emisiones y, por ende, el calentamiento global.
Las migraciones climáticas
El aumento de la temperatura global provocado por el cambio climático tiene, obviamente, otras implicaciones. Algo que preocupa a los científicos es el aumento de fenómenos meteorológicos extremos, como olas de calor, huracanes y ciclones tropicales, sequías, lluvias torrenciales, etc. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) lo tiene claro: el calentamiento global está contribuyendo a la aparición de este tipo de inclemencias.
La cuestión es que cada vez son más los que huyen de estas condiciones adversas hacia lugares más amables climáticamente hablando. Y no solo hablamos de personas, sino también de los propios animales. Aquí influyen dos factores principales: unas ciudades cada vez más grandes, que empiezan a ocupar terreno hasta ahora desurbanizado donde viven animales salvajes; y el traslado de poblaciones de animales enteras debido a que las condiciones de su hábitat tradicional están cambiando y ya no se adapta a su forma de vida.
Ambas razones, sin embargo, desembocan en el mismo desenlace. La presencia de animales salvajes en ciudades y poblados es cada vez más frecuente, con todos los peligros que conlleva. Ya lo comprobamos con la Covid-19 y las teorías que apuntaban al pangolín como posible intermediario de un virus que coincide al 96,2% con el que portan los murciélagos en herradura. Seguimos sin descubrir el origen de la última pandemia que asoló al mundo, pero animales como el murciélago es el claro ejemplo de los peligros de la fauna salvaje.
Hantavirus, rabia, encefalitis... son los ejemplos más claros de enfermedades que conocemos que los animales pueden transmitirnos. Pero el problema no está en las que ya conocemos, sino en las que no y cómo podrían afectarnos.
Los virus congelados
Además del desplazamiento de la fauna salvaje, el otro fenómeno que amenaza a la humanidad reside en la capa de hielo del hemisferio norte. En el permafrost del Ártico, Siberia y zonas de Canadá hay auténticas reliquias que aún se desconoce el peligro que podría conllevar que se reactiven en caso de que estas zonas comiencen a descongelarse. En esta capa de hielo sabemos que hay encerrado todo tipo de material orgánico: desde restos de mamut, pasando por cepas de gripe española, viruela y peste bubónica de cadáveres enterrados. Pero los científicos incluso hallaron algunos patógenos de hace 42.000 años.
El cómo reaccionará nuestro organismo es una incógnita, ya que nuestro sistema inmunológico lleva miles de generaciones sin enfrentarse a estos "virus zombis". Sin embargo, los expertos no creen que esto deba ser una preocupación principal, sino que los esfuerzos deben centrarse en las enfermedades que actualmente "progresan por el cambio climático", como el dengue, la malaria y el cólera.