
En Podemos se aguarda como una catarsis redentora su regreso, tras tres meses de baja por paternidad, pero Pablo Iglesias nunca se ha llegado a ir. Durante el permiso acudió furtivamente a Moncloa a hablar con Pedro Sánchez y telefoneó a media Cataluña para salvar las Cuentas. En el mismo periodo, mantuvo congelado el partido hasta que llegó por Facebook su reacción a la maniobra de Errejón con Carmena. Incluso con él en los platós Vox obtuvo 12 escaños en Andalucía y Podemos no dejaba de caer en los sondeos.
¿Por qué entonces -polémico cartel de vuÉLve mediante- se ha vendido a bombo y platillo su reaparición? Porque Iglesias consume al partido a la vez que lo sostiene. Es al mismo tiempo problema y solución. Su hiperliderazgo desgasta e intensifica las fugas, pero su marcha definitiva dejaría un vacío que el errejonismo huido a las montañas tampoco podría llenar. Las mayorías de Podemos han llegado juntando el brazo pablista y el errejonista.
Por eso, la única vía ahora es mesianizar su (no) regreso y esperar que el electorado vote el 28 de abril igual que lo hicieron las bases en Vistalegre II. La diferencia es que un votante no se suele parecer a un militante y bajar de 50 escaños dejaría al partido en concurso de acreedores. La gran paradoja estriba en que, con una formación en completo marasmo, Iglesias necesita un buen resultado para, precisamente, empezarse a ir.