
El arranque de la larga campaña electoral en la que España se adentra tiene esta semana una parada obligatoria: la marcha feminista del próximo 8 de marzo, día de la mujer. Por eso el evento, que vivió un punto de inflexión el año pasado, está marcado a fuego en la agenda de todas las formaciones políticas.
El motivo: fue tal la repercusión de las marchas de 2018 que el debate irrumpió con fuerza en la opinión pública. Como consecuencia todos los partidos, aunque cada uno con su tamiz ideológico y mayor o menor convicción, tratan de arrimar el ascua del voto femenino a su sardina.
En ese contexto Irene Montero, actual 'número dos' de Podemos, ha afirmado con contundencia que la próxima secretaria general de la formación y candidata a la presidencia del Gobierno será una mujer. Después de Iglesias, se entiende. Lo ha dicho en TVE como dándolo por evidente, como algo que todos en el seno del partido saben. Casi como si fuera una decisión tomada en lugar de algo que, por estatutos, tiene que decidir la militancia a través de primarias.
Han sido apenas diecinueve segundos, tan sutiles que el presentador ni ha repreguntado. Ni Podemos, ni Montero ni el entrevistador -Carlos Franganillo- han destacado el tema en redes después. Pero la afirmación deja una cuestión de fondo: ¿y si Pablo Iglesias no fuera a ser el candidato de las generales de abril?
A priori, más allá de la nula atención que la afirmación ha despertado, hay un aspecto que invita a pensar que tal cosa no va a suceder: las bases de Podemos ya eligieron a su candidato, que adelantó plazos en vista de que los Presupuestos no saldrían adelante. A pesar de que Montero fuera la primera en las primarias al 'cuerpo' del Congreso y eso le sitúe como segunda en la lista, cabe entender que aunque Iglesias renunciara habría que repetir el proceso porque ambas cuestiones se dirimieron en procesos distintos.
Pero, puestos a imaginar, ¿y si saltara la sorpresa? Motivos no faltan: Podemos encara la peor crisis de toda su existencia según los sondeos y, para más inri, la baja por paternidad de su líder le ha hecho estar ausente del debate político justo en el peor momento. Tres meses son una eternidad en la política patria, y desde que las bases de la formación le reeligieran como candidato han tenido lugar terremotos tan grandes como la irrupción de Vox, la deserción de Íñigo Errejón o la convocatoria de elecciones.
El perfil de Montero no está exento de problemas en cualquier caso. Es cierto que tiene ventajas, como sería el hecho de que ninguna mujer compite como candidata en las generales, o que ya tiene un perfil público marcado, por lo que no sería necesaria una campaña de imagen acelerada antes de las urnas. Pero también es verdad que su relación personal con Iglesias y su implicación en la decisión más controvertida del líder hasta la fecha -la compra de su chalet- le afectan de forma directa. La renovación resultaría más aparente que real.
A pesar de ello, sería un golpe de efecto considerable. Iglesias atajaría las críticas más comunes contra él -su exceso de protagonismo-, contra sus bases -la falta de crítica interna- y quizá ayudaría a reimpulsar el apoyo a su proyecto político. Tras la pérdida de Errejón y con las confluencias en el alambre sólo una jugada maestra podría devolverles algo del rédito perdido, especialmente intentando pescar en un caladero tan codiciado como es el del voto femenino.
Así las cosas se antoja una opción complicada, aunque llamativa. Los riesgos son muchos y las críticas que vendrían se antojan despiadadas. Pero a fin de cuentas esa ha sido el día a día de Podemos desde su nacimiento. Habrá que esperar al 8 de marzo, puestos a maximizar el golpe de efecto, por si saltara la sorpresa.