
En un tiempo marcado por la polarización, la hipervisibilidad mediática y la presión constante de los aparatos de partido, resulta cada vez más difícil imaginar una forma de actuar en política que combine responsabilidad, prudencia y dignidad personal. Ante una posible salida de la política sin estridencias, podrían plantearse tres enfoques éticos. Uno de ellos es el que Max Weber denominó la ética de la convicción. Esta visión implica el actuar con fidelidad a los propios principios, incluso cuando ello provoque consecuencias negativas. Desde este punto de vista, se podría esperar que un político -comparta o no la línea de su partido- exprese con claridad sus razones ante la ciudadanía. La verdad, la coherencia personal y el respeto por el electorado justificarían una declaración transparente, incluso si eso supone entrar en conflicto con el aparato del partido o con sectores del electorado. Sin embargo, el propio Weber también advertía que esta ética puede ser insuficiente si no se equilibra con el sentido de las consecuencias.
Frente a la ética de la convicción, propuso una segunda dimensión denominada la ética de la responsabilidad, que obliga a tener en cuenta las consecuencias previsibles de nuestros actos. En este enfoque, lo importante no es solo decir la verdad, sino hacerlo de forma que no destruya la institución, no fracture el vínculo de representación ni ponga en riesgo a la persona que la expresa. Desde esta lógica, guardar silencio o expresarse con extrema prudencia puede ser una decisión ética, si su objetivo es evitar el daño a terceros (electorado, partido, grupo parlamentario) o a uno mismo. Junto a las anteriores, Carol Gilligan y Joan Tronto propusieron una visión ética basada en el cuidado de las personas, la atención a la vulnerabilidad y el sostenimiento de los vínculos. Aplicada al contexto político, esta ética recuerda que los representantes también son personas: tienen familia, salud mental, dignidad y necesidades de protección. Una persona que teme, con razones fundadas, que hablar con claridad lo exponga a acoso, amenazas o daño psicológico, tiene no solo el derecho, sino también el deber de protegerse. Esta visión ética pone en el centro la humanidad del representante, frente a la exigencia casi sacrificial que a veces impone la opinión pública.
Pero yendo a la cuestión de fondo: ¿qué implica una salida política serena y sin estridencias? Aquella en la que el representante comunica públicamente que no continuará en el proyecto político en la siguiente legislatura, que no entra en confrontaciones ni críticas destructivas, que mantiene su compromiso institucional y su función representativa hasta el final del mandato, y que no instrumentaliza su marcha para obtener réditos personales ni para erosionar al partido que deja. En este esquema, el silencio o la ambigüedad pueden tener un valor moral. No todo silencio es cobardía. En algunos casos, el silencio es el único modo de decir la verdad sin destruirse uno mismo ni dañar lo que aún se respeta de los otros.
Y una segunda cuestión: ¿por qué en ocasiones es preferible no explicitar los motivos? La exigencia de transparencia es legítima, pero no puede ser absoluta. Explicitar los motivos de una desvinculación puede ser, en muchos contextos un arma de los adversarios políticos, un elemento desestabilizador para el grupo parlamentario, y una causa de acoso o linchamiento por parte de sectores radicalizados. Cuando las redes sociales se convierten en altavoces de odio, y cuando los partidos exigen obediencia monolítica, guardar silencio sobre las razones puede ser una forma de resistencia ética y prudente. Ante esto surge la crítica habitual de que quien se aleja de la línea del partido debería entregar su acta inmediatamente. Sin embargo, esta idea confunde el principio de representación con el de obediencia partidista. En los sistemas parlamentarios, el mandato representativo es libre y no imperativo. El escaño pertenece al diputado, no al partido. Si el representante sigue cumpliendo sus obligaciones, votando con rigor y sin deslealtad abierta, no hay razón ética ni legal para exigir la renuncia al acta.
Lo que propongo aquí es una defensa del silencio prudente como forma de integridad. En un entorno político crispado, donde cada gesto se convierte en trinchera, puede ser valioso analizar aquellos otros ejemplos de quienes optan por retirarse de un proyecto sin destruirlo ni usurparlo. No todo desacuerdo debe resolverse con ruptura sonora. A veces, la verdadera ética política consiste en retirarse con respeto, comunicar lo justo y necesario, y protegerse de las dinámicas que buscan castigar la autonomía. La salida política serena, discreta y protegida no es una solución evasiva; puede ser una vía profundamente ética, que combina convicción, responsabilidad y cuidado. En vez de exigir ciertas heroicidades destructivas a los representantes que discrepan, tal vez se debería valorar su capacidad para irse sin ruido, sin traicionar y sin destruir. Porque en política, como en la vida, hay veces en que la mayor muestra de integridad no está en hablar, sino en saber callar a tiempo, y marcharse sin estridencia