
El dinero tiene miedo. Y no es para menos. Ante la incertidumbre regulatoria, comercial y macroeconómica que se cierne sobre el país, pero también sobre el continente y el planeta, ¿cómo no iba a tenerlo? El miedo suele acompañar al dinero, pero es un compañero traicionero que desconoce la reciprocidad: temer no implica ganar, más bien lo contrario. El miedo puede sernos útil como aviso ante amenazas o desafíos, pero no siempre es sabio. El sabio decía que no hay nada más hermoso que saber la verdad. En el mundo actual de hiperabundancia de información, esta enseñanza ha evolucionado. Ahora solemos decir que, sin datos, solo eres una persona más con una opinión.
En tiempos de incertidumbre, mirar atrás también ayuda. Recordar que seguimos en pie, que cada decisión, incluso la más temerosa, ha sido parte de un trayecto. A veces el miedo se apodera de nosotros porque olvidamos lo lejos que hemos llegado, y lo que ya hemos superado. Ese repaso sereno a lo vivido puede ser un mapa más fiable que muchas predicciones. En otras palabras, entendamos aquello que nos preocupa, porque es el primer paso hacia un éxito al que, seamos sinceros, no llegaremos sin equivocarnos, sin tomar malas decisiones y sin aprender de los fracasos. En los negocios, como en la vida, aquel que entiende sus temores y responde a ellos con planificación y aliados de confianza siempre se encontrará en una posición más ventajosa. Mirar hacia otro lado es siempre la peor de las estrategias.
Como no existen demasiados datos actualizados sobre los miedos en el ámbito empresarial, estamos a oscuras. Con esto en mente, y con el objetivo de poder pensar colectivamente en soluciones fundamentadas en información fiable, en RSM hemos dado un pequeño paso para revertir el absoluto desconocimiento que se ha impuesto en esta materia. Humildemente, esperamos que el estudio que hemos elaborado contribuya a una reflexión colectiva sobre aquello que nos bloquea y nos impide avanzar. Este estudio nos permitió conocer mejor a cientos de empresarios de nuestro país desde lo peor del ser humano, que es también lo mejor si aprendemos a domarlo: el miedo. Como imaginarán, lo que más nos trasladaban era su inseguridad por la creciente incertidumbre económica. Es el temor más extendido, llegando a afectar a tres de cada cuatro consultados. Otros resultados han sido más sorprendentes, como el hecho de que los jóvenes emprendedores, que han crecido en un contexto de innovación y disrupción tecnológica constante, teman más los impuestos altos que los mayores. En cambio, las mujeres empresarias parecen tolerar emocionalmente mejor que los hombres un ambiente de presión fiscal elevada.
El miedo ha dejado de ser un mal consejero para convertirse en un socio incómodo pero inevitable en la mesa del consejo. Todos tememos aquello que no podemos controlar, en ocasiones olvidando que sí podemos entenderlo. Las reglas del juego económico cambian más rápido que nunca, y sin aviso previo. Nuevas regulaciones que se solapan sin coordinación, aranceles que se ajustan por pulsos geopolíticos, tecnología que avanza más deprisa que las personas. La pregunta "¿en qué país invertirías hoy con confianza?" es más difícil de responder que hace diez años. Incluso que hace cinco. A menudo olvidamos que la persona que dirige una empresa no es un autómata racional. Es, ante todo, un ser humano enfrentado al dilema constante de decidir en medio del caos. El cerebro humano, diseñado para detectar amenazas de leones en la sabana o mamuts en la estepa, no distingue bien entre una amenaza existencial y el riesgo de un ebitda más bajo. Por eso, la reacción psicológica se manifiesta de manera idéntica: ansiedad, hipercontrol, parálisis.
Sin embargo, no podemos permitirnos la parálisis. Frente al miedo, a veces lo más inteligente no es resistirse, sino flotar. Como en el mar, cuanta más fuerza y rigidez oponemos, más nos arrastra. Flotar no es resignarse: es conservar energía, respirar, observar y decidir cuándo avanzar. Escuchar el miedo, comprenderlo y moverse con él es más sabio que pelearlo a ciegas. El verdadero coste no es el error, sino dejar de intentarlo por miedo a caer. En tiempos de transformación tecnológica, fiscal, climática, demográfica, necesitamos una cultura empresarial que enseñe no a esconder el miedo, sino a gestionarlo e incluso compartirlo. Que entienda que el fracaso, en ocasiones, es la antesala del éxito. Y que formar parte de la economía del futuro requiere aceptar que podemos caer, pero no por ello dejar de caminar. El miedo no desaparecerá. Pero puede ser el impulso que nos obligue a planificar mejor, a pedir ayuda cuando haga falta, a construir con más rigor. Eduquemos a nuestro cerebro económico, pero también a nuestra memoria emocional: recordemos que ya hemos caminado antes con miedo, y que seguimos aquí. En los negocios, como en la vida, flotar no es rendirse. Es avanzar sin hundirse.