Opinión

Navegando la incertidumbre: estrategias empresariales en tiempos inciertos

Guillermo Prats, socio de Improven.

En los últimos años, el mundo ha experimentado grandes cambios de forma acelerada. Lo que antes eran escenarios excepcionales hoy son la norma: pandemias, disrupciones tecnológicas, cadenas de suministro rotas, incrementos de los precios de materias primas y energía, guerras, contextos geopolíticos inestables, demandas sociales cambiantes…

Las empresas, de todo tamaño, se enfrentan cada día a desafíos que no figuran en los manuales tradicionales de gestión. En este escenario, la incertidumbre no es una anécdota: es el terreno de juego permanente. Si crees que exagero, dime… ¿recuerdas algún periodo de normalidad desde la COVID-19?

Por lo tanto, ¿cómo gestionamos una empresa cuando lo impredecible se vuelve cotidiano? ¿Qué capacidades necesita una organización para sobrevivir —y más aún, para prosperar— en una realidad tan inestable? Para responder a estas preguntas, necesitamos repensar profundamente cómo entendemos el liderazgo, la estrategia y la toma de decisiones.

Más allá del control: abrazar la complejidad

El primer paso para gestionar en contextos inciertos es abandonar la ilusión del control absoluto. Durante décadas, las organizaciones operaron bajo la lógica de la planificación racional: con suficientes datos, análisis y recursos, o en el peor de los casos, con instinto y experiencia, era posible predecir y controlar el entorno. Pero ahora el paradigma ha cambiado. Hoy, muchas de las variables que afectan a un negocio están fuera de su alcance directo, y los modelos lineales y predecibles ya no bastan.

Aceptar esta realidad no implica resignación, sino una nueva forma de fortaleza. Se trata de asumir que el entorno es cambiante, que no controlamos el contexto, y que los escenarios pueden cambiar radicalmente de un día para otro. Las empresas más resilientes no son necesariamente las más grandes ni las más rígidas, sino aquellas que pueden transformarse sin perder su identidad.

Lo que antes eran decisiones estratégicas con base sólida, hoy deben parecerse más a apuestas informadas. No podemos esperar a tener toda la información porque llegaremos tarde. Liderar en este entorno implica asumir que no hay una única "respuesta correcta", sino movimientos bien calibrados que se afinan durante el camino. Tenemos claro el objetivo, pero no conocemos el camino. Debemos descubrirlo paso a paso.

Esto exige desarrollar nuevas habilidades: flexibilidad mental, tolerancia al error y velocidad de aprendizaje. Un entorno que cambia exige equipos capaces de interpretar señales débiles y transformar la duda en acción. Lo importante no es acertar siempre, sino construir una organización que aprende y corrige con rapidez. En esa agilidad está la ventaja competitiva.

Organizaciones informadas que sienten y responden

En las empresas más preparadas no se espera a que alguien (un jefe) tenga la solución. Se construyen capacidades distribuidas para detectar cambios, analizar implicaciones y actuar con autonomía. Estas organizaciones no solo planifican, también sienten y perciben: están atentas al entorno, captan las nuevas necesidades y responden antes de que los cambios sean irreversibles.

Esto ocurre porque existen estructuras livianas, modelos de gobierno que reparten responsabilidad, y una cultura que comparte información. Las decisiones fluyen más rápido porque las personas tienen contexto y confianza. Esto no es desorden; es inteligencia colectiva.

Romper los silos

Uno de los grandes frenos internos a la adaptación es invisible, pero letal para la implantación de la estrategia: los silos organizacionales. Departamentos que no se hablan. Equipos que optimizan sus métricas aunque eso perjudique al conjunto. Direcciones que compiten por protagonismo en lugar de colaborar por impacto. Todo esto mina la agilidad, la transparencia y la eficacia operativa.

Romper los silos no es solo una cuestión de comunicación; es una decisión estratégica. Significa rediseñar las dinámicas internas para favorecer la colaboración transversal, alinear objetivos entre áreas y poner al cliente —y no al organigrama— en el centro de la gestión.

En momentos de inestabilidad, los silos son especialmente peligrosos: aíslan la información, ralentizan la reacción y erosionan la confianza. Las empresas que funcionan como un sistema coordinado, donde lo comercial habla con operaciones, donde recursos humanos se sienta en la mesa de la transformación, y donde la dirección impulsa una visión compartida, son las que realmente están preparadas para moverse rápido y bien.

La capacidad de cambio es la ventaja competitiva

Hay organizaciones que retroceden cuando hay presión, y otras que aceleran. ¿Qué las diferencia? No es tamaño, ni sector, ni presupuesto. Es su mentalidad. Las empresas que prosperan en escenarios inciertos no solo aguantan, también exploran, prueban y se reinventan. No esperan certezas: actúan, miden, y escalan lo que funciona.

Esto implica un enfoque más valiente: diversificar sin dispersarse, tolerar el error sin banalizarlo, y entender queen la complejidad, muchas veces, el riesgo está en no moverse. Ser antifrágil es convertir cada sacudida en aprendizaje y cada desafío en impulso. La clave no está en evitar la turbulencia, sino en diseñar una organización que se fortalezca con ella.

El factor humano: la tecnología no lo resuelve todo

En entornos inestables, el compromiso y la madurez de los equipos marcan la diferencia. Un algoritmo no reemplaza el juicio. Por eso, las organizaciones que cuidan su cultura interna, que promueven conversaciones de calidad y que no temen las discusiones operan con más criterio y cohesión cuando las cosas se tuercen.

La confianza no se improvisa. Se construye en el día a día, en cómo se toman las decisiones, en cómo se comunica la incertidumbre, en cómo se responde cuando algo sale mal. Y eso es una responsabilidad directa de los líderes: diseñar un entorno donde la gente pueda pensar, actuar y aprender sin miedo.

Del mapa a la brújula

En este escenario, gestionar bien no es tener todas las respuestas, sino saber orientarse cuando no las hay. La brújula son los principios, la visión compartida, la disciplina operativa y la capacidad de adaptarse con rapidez sin perder el sentido.

Porque al final, no lidera quien más controla, sino quien mejor lee el entorno, toma decisiones valientes y genera confianza en el camino. Si algo nos ha enseñado esta década, es que el verdadero valor está en avanzar con determinación incluso cuando el camino no esté del todo claro.

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