
La rivalidad creciente entre Washington y Pekín es de carácter económico y está condicionada por las percepciones erróneas que tienen las élites que formulan la política exterior estadounidense sobre las realidades de China. El presidente de Estados Unidos (EE. UU.) Richard Nixon estableció relaciones directas con la República Popular China en 1972 tras veintiún años de distanciamiento.
Los prolegómenos fueron una serie de contactos diplomáticos de bajo nivel en 1970 y el levantamiento por EE. UU. de las restricciones comerciales a China en 1971.
Los chinos indicaron que acogerían con agrado una interlocución de alto nivel entre ambas naciones y el presidente Nixon envió a China a Henry Kissinger, su asesor de seguridad nacional, para mantener conversaciones secretas con los dirigentes de esta.
A continuación, Nixon visitó oficialmente China entre febrero y marzo de 1972, primera vez que un presidente estadounidense lo hacía, y la cumbre concluyó con la firma por ambas partes del llamado Comunicado de Shanghái.
EE. UU. reconoció en este documento el principio de "una sola China", es decir, que sólo hay una China y que Taiwán forma parte de ella.
Washington aprovechó el distanciamiento chino-soviético que se produjo a finales de los años sesenta del siglo pasado para acercarse a Pekín y para reforzar la política estadounidense de contención de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
China y EE. UU. disfrutaron desde entonces un periodo largo de entendimiento hasta el final de la Guerra Fría, cuando ambas potencias descubrieron que habían perdido un enemigo común sobre el que se había construido una relación de casi dos décadas.
La caída del muro de Berlín y las protestas y las matanzas en la plaza de Tiananmen de Pekín en 1989 hicieron desaparecer el argumento geopolítico que había incentivado la cooperación sinoestadounidense desde 1972.
Los treinta y cinco años pasados han sido testigos del crecimiento imparable de la economía de China, que se ha transformado en el primer Producto Interior Bruto del mundo en paridad de poder adquisitivo.
EE. UU. pasó, en paralelo, de ser el hegemon universal de un mundo unipolar a reconocer que el objetivo de someter a China es imposible de cumplir.
Las razones de la rivalidad presente entre estas dos grandes potencias globales son múltiples y tienen como factor desencadenante la angustia psicológica que sufre EE. UU. tras perder la primacía mundial ante China.
La economía china es un tercio más grande que la estadounidense y fabrica un 35% de todos los productos que se manufacturan en el mundo, cuando la estadounidense sólo produce un 15% de los mismos.
China se ha convertido en el principal patrocinador del sistema comercial mundial que EE. UU. creó, representado por la Organización Mundial del Comercio, y Washington está más aislado, a la vez que Pekín multiplica sus relaciones en todos los continentes.
China lidera en industrias innumerables y en las tecnologías más avanzadas y críticas para el desarrollo económico del futuro.
La economía estadounidense necesita reindustrializarse y reducir su déficit comercial, que alcanzó en 2024 los $1,2 millardos, resultado combinado de su déficit presupuestario enorme y de la capacidad baja que tienen los estadounidenses para ahorrar.
Hasta la llegada del presidente Donald J. Trump (DJT), EE. UU. acumuló desequilibrios comerciales con 92 países, entre los que destaca China, cuya balanza comercial en 2024 fue de $68 millardos, con un superávit de $30 millardos en favor de Pekín.
DJT lanzó una salva inicial a través de su Orden Ejecutiva 14.475, del 2 de abril de 2025, que creó el marco legal para una política nueva sobre aranceles comerciales, que fue seguida por una segunda ola de incrementos de estos.
El plan comenzó a funcionar a la vista del número de países que se sintieron intimidados y solicitaron inmediatamente la apertura de negociaciones comerciales al gobierno de DJT para rebajar sus superávits comerciales con EE. UU.
Sin embargo, China aceptó el envite el DJT y subió dicha apuesta con la imposición de aranceles propios contra EE. UU.
Al final, los negociadores estadounidenses y chinos llegaron a un acuerdo temporal de 90 días para concluir ese conflicto arancelario que duró seis semanas, mediante la suspensión de los aranceles principales que habían sido impuestos.
El primer asalto ha concluido.
El camino que tiene EE. UU. por delante para reindustrializarse, para reducir sus déficits público y comercial, para incrementar sus niveles de ahorro y para competir con China en lo fabril y en lo tecnológico será largo y puede que no culmine con éxito.
Europa, por su parte, está concentrada en ser el campeón de las normas y de las regulaciones, mientras que las grandes compañías de EE. UU. y de China se quitan a sus competidoras europeas de encima.