
La nostalgia, especialmente de lo que nunca existió, o de lo que idealizamos, puede ser peligrosa, sobre todo cuando hablamos de un glorioso pasado. Esta idea estuvo muy presente, por ejemplo, en el Brexit, con el que Gran Bretaña quería recuperar su pasado imperial, y cuyas consecuencias han sido en buena medida negativas para los propios británicos. No lo olvidemos, los procesos de integración y cooperación económica crean riqueza, y la reducción de mercados y la autarquía crean pobreza.
El eslogan de Donald Trump, MAGA, Make America Great Again, haz América grande de nuevo, tiene mucho de nostalgia de grandezas pasadas. Pero, el tiempo nunca retrocede, ni siquiera aplicando masivamente aranceles, que son uno de los impuestos más antiguos. Para intentar aproximarnos a lo que está ocurriendo en esta guerra comercial que ha desatado Trump frente al resto del mundo, más que de economía hay que hablar de política y nostalgia, peligrosa nostalgia.
EEUU ha sido el gran impulsor de la globalización y uno de sus máximos beneficiarios. En general, la globalización del comercio es un fenómeno positivo, pero deja ganadores y perdedores. En EEUU, el aumento de renta y riqueza en California ha sido espectacular, porque las grandes empresas tecnológicas nacieron allí, y muchas de ellas siguen allí. Sin embargo, en paralelo se ha producido una desindustrialización de los estados del medio-oeste, porque, cada vez más, las industrias se han trasladado a otros países, como México, o fundamentalmente del Sudeste asiático. Los estados más perjudicados son los cercanos a los Grandes Lagos, como Michigan, Pensilvania, Wisconsin y Ohio. En ellos, que tradicionalmente votaban demócrata es donde consiguió la victoria Donald Trump, tanto en 2016, por los pelos, como en 2024, holgadamente.
Aquí el mensaje de Trump, absolutamente contrario al libre cambio y a los tratados de libre comercio ha sido determinante. Pensemos en una ciudad como Detroit en Michigan, literalmente en quiebra, donde antes se producían los automóviles que conducían los norteamericanos. Aquí, cualquier otro candidato del Partido Republicano, tradicionalmente favorable al libre comercio, hubiera fracasado. Sin embargo, el planteamiento de Trump consistente en imponer un arancel del 35% a la importación de coches procedentes de México sonaba a música celestial, tanto para los desempleados de las fábricas, como especialmente a los que ven sus empleos industriales en peligro. Que esa política sea contraproducente para los propios EEUU, e incluso mínimamente viable, es otra historia.
La nostalgia de los tiempos en los que norteamericanos con poca formación encontraban buenos empleos industriales es legítima. Y, además, parece lógico que los perdedores de la globalización voten a quién la impugna. Pensemos que no sólo tenemos al presidente Trump, sino que su vicepresidente, J.D.Vance, es senador por Ohio y se dio a conocer con un bestseller sobre la degradación de la América profunda.
El problema de este planteamiento, sobre todo cuando, como ahora se lleva al extremo, es que supone un brutal empobrecimiento global, que también experimentan los norteamericanos. Hay muchos productos que han bajado sustancialmente de precio, como ropa o calzado, precisamente por fabricarse en países con un coste más reducido de mano de obra. La imposición de aranceles sobre estos productos los encarece. Si el arancel es moderado, esto permite recaudar, a costa de subir los precios de los productos. Si se realiza sobre productos concretos, en los que hay una industria local que puede competir, es posible protegerla de la competencia, nuevamente a costa del consumidor. Por último, los aranceles masivos y generalizados simplemente rompen los mercados y perjudican a todo el mundo.
La caótica y chapucera estrategia arancelaria de Trump y su equipo ha buscado varios objetivos incompatibles. En primer término, recaudar con los aranceles, para luego con ese dinero, poder bajar los impuestos. En segundo lugar, proteger su industria, y en tercer lugar una negociación favorable a sus intereses. Comenzando por la recaudación, la subida masiva de aranceles ya sabemos que va a ser contraproducente por dos razones. En primer lugar, porque el flujo de mercancías hacia Estados Unidos ha disminuido.
Pero, el segundo factor es el más importante, el caos y el pánico en los mercados financieros. Aquí han pasado dos cosas: la primera es que se han caído las bolsas, ante la expectativa de menores beneficios de las empresas. Muchísimos productos que identificamos como norteamericanos, desde zapatillas Nike o New Balance, hasta teléfonos Apple están fabricados en otros países. Sin embargo, buena parte de las rentas de esos productos fluyen, de una forma o de otra, a estas empresas y sus accionistas norteamericanos. Si estos productos se encarecen, el beneficio de las empresas se resiente. En consecuencia, muchos accionistas venden. Pero este dinero no está acudiendo a un valor refugio que es la deuda pública norteamericana.
Aquí, aparece un nuevo factor que es que los países exportadores hacia EEUU como China, con su ahorro tienen deuda norteamericana y la están vendiendo. Además, como América le ha declarado la guerra comercial al resto del mundo, que eventualmente tomará represalias, el dinero huye de la deuda norteamericana, y también de la moneda norteamericana, que se ha depreciado. Si se tiene un déficit del 7% del PIB como tuvo EEUU en su último año fiscal, la desconfianza en la deuda y la moneda no sólo va a impedir bajar impuestos, sino que es algo que hay que cortar de raíz para impedir una crisis financiera y fiscal. Ésa es la razón por la que se han eliminado todos los aranceles "recíprocos", dejando eso sí un 10% de arancel.
Pero estamos hablando de una tregua parcial en esta guerra comercial absurda, porque los aranceles recíprocos entre China y EEUU, no se han suspendido, sino que no hacen más que aumentar, y ya están muy por encima del 100%. Y resulta difícil saber el porcentaje exacto y en qué fechas entra en vigor. Conjuntamente, entre China y Estados Unidos son más del 40% del PIB mundial. Esto ya más que impuestos son prácticamente embargos recíprocos entre la primera y la segunda economía mundial. Y sí, perjudicará más a los chinos y a los norteamericanos que al resto del mundo, pero con estas cifras, es obvio que nadie va a aumentar su grandeza, sino que todos vamos a empobrecernos, aunque unos más que otros.
La idea nostálgica de reindustrializar América tampoco va a funcionar. Parece complicadísimo que fuese a funcionar con automóviles o chips, pero volver a producir calzado o ropa barata en América es ciencia-ficción. En cualquier caso, para proteger una industria, lo que hay que hacer es encarecer los productos de la competencia, no los propios. Aquí, simplemente recordemos que todo esto comenzó imponiendo aranceles a materias primas como petróleo o acero. Esto aumentaba los costes de las empresas que producían en Estados Unidos, pero no de las que producían fuera.
Nuevamente, unos aranceles contraproducentes, como también lo son los generalizados y no selectivos, no protegen a la industria local, sino que la perjudican. El hecho es que ya hay despidos en la industria automovilística norteamericana.
Después de todo este caos, la inversión en EEUU procedente del resto del mundo disminuirá, y los resultados serán negativos. Por último, negociar a la vez con todo el mundo, disminuirá la fuerza negociadora de EEUU en el tablero comercial global. De todo esto, sólo se sale desescalando y negociando, como está haciendo la Comisión Europea. Si te cruzas conduciendo con un coche con las luces largas, hay que avisarle, no poner también las largas y dirigirte a más velocidad hacia él. Por eso, ahora, la tarea más urgente es convencer a China y a EEUU de que la escalada sin control en una guerra comercial sólo conduce a la pobreza. Si no, se va a cumplir la profecía de Marx, "partiendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria" (Marx, Groucho). Ni EEUU ni China, ni el mundo se merecen más grouchomarxismo.