
No siempre una imagen vale más que mil palabras y tampoco es cierto que a menudo se las lleva el viento. Porque por lince que uno se tenga por su sentido de la vista, nada tendrá que ver con el poder transformador del lenguaje.
La manera de hablar y escribir provoca un impacto directo en los sentimientos y emociones. Hay palabras que sanan y otras que dañan. Algunas hieren y atemorizan, otras liberan y dan confianza. Las hay que hunden y menosprecian, pero también que inspiran, motivan y nos elevan a otra dimensión. Haberlas hay de todo tipo. Las palabras nos alejan o acercan a las personas con las que interactuamos, porque el simple –o complejo– hecho de elegir el término adecuado, en el momento preciso, nos permite embarcarnos en un viaje sensorial hasta lo más hondo del corazón.
El lenguaje no alarga la vida, pero sí la ensancha, en la medida en que amplía nuestras capacidades de pensamiento e imaginación. Pero ¿a qué se debe el enorme impacto del poder de las palabras? Sus efectos hormonales y cerebrales albergan un auténtico superpoder transformador en personas y, por supuesto, empresas y organizaciones.
La forma en la que nos hablamos a nosotros mismos repercute en nuestra manera de ser y el cómo nos relacionamos con los demás refleja lo que realmente somos: seres sociales por naturaleza. El habla y la escritura son, quizás, los principales rasgos distintivos de nuestra especie, que podemos dejar en peligro de extinción si no cuidamos las palabras como merecen.
Hay personas que viven esperando a que sucedan cambios a su alrededor. Encontrar una pareja, ascender en el trabajo, mejorar el estado físico, bajar de peso, dejar de fumar… Hay otras, sin embargo, que provocan esos cambios. Porque el verdadero cambio está en el interior. Cuando uno cambia su actitud ve cómo se transforma casi todo cuanto le rodea. Y ese cambio empieza por las palabras que nos dedicamos a nosotros mismos. No me refiero a mirarnos en el espejo y piropearnos con coquetería; sino a valorarnos, respetarnos y buscar un sentido a nuestras vidas a través del potencial arrastre del lenguaje que, si a nivel personal propicia cambios tanto fisiológicos como psicoemocionales, en un plano más colectivo promueve un incalculable efecto tractor.
Hablarse bien a uno mismo contribuye a hablar bien a los demás. Y tratar a las personas como nos gustaría que nos trataran constituye un principio básico de civismo y humanidad. Con buenas palabras, modales y valores; podemos ser más educados, amables y, no lo duden, mejores.
En el ámbito de las empresas, las buenas palabras entre compañeros permiten crear entornos de trabajo más colaborativos, creativos y productivos; mientras que los exabruptos y palabras malsonantes se traducen en ambientes tóxicos que lastran la motivación, ahuyentan el talento y restan el atractivo de cualquier compañía, por multimillonarias que sean sus cifras de negocio.
Estas amenazas no sólo responden al uso de tacos y palabrotas, sino también a la propia composición de oraciones, al tono empleado y, sobre todo, a su finalidad. En este sentido, es importante apostar por frases constructivas y edificantes, tanto en el lenguaje hablado como en el escrito, para generar un buen clima laboral, engrasar la estructura organizativa y optimizar las formas de trabajar, lo que redunda en términos de eficacia, productividad y excelencia.
El boom de las redes sociales ha diversificado las estrategias de comunicación y aboca a girar los registros, pasando de los formalismos típicos de relaciones más institucionales y protocolarias a un lenguaje más ligero, coloquial y desenfadado. Pero, aunque los mensajes cada vez fluyan por más canales, la elección de buenas palabras sigue siendo fundamental, independientemente del perfil de la empresa.
Por su enorme trascendencia, todos los trabajadores deberían de estar convencidos de este superpoder, aunque conviene que los jefes prediquen con el ejemplo y demuestren su sensibilidad y empatía hacia sus equipos.
Dentro de las habilidades de gestión necesarias para asumir los roles de liderazgo, el uso de las palabras resulta imprescindible. Tanto para resolver crisis y conflictos como para inspirar y motivar a los empleados, animarles a pensar con imaginación y creatividad, o facilitar con flexibilidad la adaptación a los acelerados cambios.
Sin olvidar la necesidad de inspirar confianza, mostrar cercanía o transmitir serenidad y calma en los momentos de mayor tensión. La utilización del lenguaje es, siempre, una seña de identidad. No somos lo que pensamos, sino lo que hacemos. Y sin postureos, ni palabrería; lo que no se dice, a veces, es como si no se hiciera.
De puertas para afuera, ni qué decir tiene la importancia de las palabras para prestigiar la imagen de una empresa y mejorar su reputación, así como para transmitir adecuadamente los principales atributos diferenciales y ventajas competitivas. El uso del lenguaje es un pilar estratégico para captar o fidelizar trabajadores, estrechar relaciones con clientes, partners y stakeholders o explorar vías de colaboración. De ahí la relevancia de saber emplear los términos pertinentes en llamadas telefónicas, conversaciones en Whatsapp o textos por email.
En el mercado laboral actual se necesitan más conocimientos técnicos, pero también otro tipo de habilidades y capacidades que nos hagan más humanos frente a la invasión de robots y la imparable democratización de la inteligencia artificial. Y en este contexto, en constante cambio, ¿por qué no aprovechar el superpoder transformador de las palabras para ser mejores?