
Pasada la fiebre por expulsar a las empresas privadas de la gestión de los servicios públicos, que a partir de 2015 los partidos populistas contagiaron al resto de partidos políticos, ya fuera por proximidad ideológica o por miedo a ser señalados, empiezan a verse los resultados de aquel frenesí.
A nivel local fueron múltiples los servicios prestados por los ayuntamientos que se vieron afectados por este impulso. Tal fue el caso del ciclo integral del agua, el de la movilidad urbana, o, ya en el ámbito autonómico, el de la sanidad. Se hablaba de la remunicipalización como de un rescate de competencias perdidas, cuando esos servicios siempre estuvieron bajo titularidad y control municipal. Pero como hemos dicho, se trataba en realidad de sacar a las empresas privadas de la gestión, y eliminar la colaboración público-privada.
Alegan los partidarios de la gestión directa que las empresas maximizan el beneficio, como si no existieran pliegos de condiciones y sobrados elementos de control. En la práctica los márgenes del operador están tasados, y se compensan sobradamente por la mayor eficiencia de la mayoría de los gestores privados. Esto quedó ya amplia y lamentablemente demostrado en la reversión del Hospital de la Ribera en Alcira, donde tras la salida de Ribera Salud de la gestión, auspiciada por la ministra valenciana Carmen Montón "la breve", la eficiencia y la calidad del servicio se desplomó, se ficharon cientos de personas, convirtiendo el hospital, como suele ocurrir, en una agencia de colocación, las listas de espera se multiplicaron, y se esfumó todo lo que lo había convertido en un caso de éxito mundialmente reconocida (por ejemplo la Universidad de Harvard).
La mayor eficiencia, no solo se explica por las importantes economías de escala generadas por las empresas privadas, cuya actividad habitual es la que van a prestar en colaboración con el sector público, sino por su flexibilidad, la capacidad de adaptación a los cambios, y el entorno competitivo en que se mueve la empresa privada, que le exige la inversión de sus recursos en I+D+i. Por si esto fuera poco, el uso de capital privado para financiar servicios públicos facturables, libera capital público para inversiones de carácter social que no pueden, ni deben, monetizar. Y libera a los ciudadanos, propietarios últimos de los ayuntamientos o CCAA, del riesgo operacional que cualquier actividad económica conlleva.
Traigo todo esto a colación a raíz del análisis presentado hace unos días por el Observatorio de Servicios Urbanos (OSUR) sobre la gestión del servicio de abastecimiento de agua en Terrassa, realizada por la empresa pública Taigua en Terrassa, fruto de la reversión del modelo concesional, mediante el cual la empresa local Mina Pública d'Aigües de Terrassa SA, había estado prestando el servicio desde 1842, cuando se fundó y creó el servicio de abastecimiento antes que en Barcelona o Madrid.
Pues bien, en diciembre de 2018 se anunció a bombo y platillo, como un caso emblemático, que la gestión pasaba a manos municipales con el objetivo de mejorar la calidad del servicio, bajar las tarifas y aumentar las inversiones en la red. Se vanagloriaron de que el agua sería "de más calidad, con un agua que tenga mejor sabor, unas tarifas establecidas y transparentes, y mayores inversiones para mejorar la red". Sin embargo, tras cinco años de gestión por parte de la empresa pública, la realidad ha sido bien distinta. Y es que según el informe presentado hace unos días por el Observatorio de Servicios Urbanos (OSUR), desde el cambio en el modelo de la gestión, las tarifas de agua han experimentado un incremento muy por encima de la media nacional que se alinea con el IPC, casi duplicando el aumento de otras ciudades de tamaño similar, ya sean de gestión pública o público-privada, que sitúan la subida media en un 21%.
La congelación de tarifas, y los desequilibrios que ello ha provocado en los servicios públicos, tanto de gestión pública como privada, también fue fruto de la influencia de los partidos populistas en los órganos de los gobiernos municipales. Así pues, había que subir las tarifas, pero ¿por qué tanto?. Pues porque la plantilla ha aumentado un 33% en cinco años, dando algún servicio menos, porque las insolvencias se han disparado, y solo esta partida ya se come todo lo que antes era margen del operador privado. Al mismo tiempo han aumentado las pérdidas de agua un 2,6% con respecto al 2016 (20 días de agua para todos los ciudadanos de Terrassa a razón de 100 litros por persona y día como recomiendan la OMS y la ONU), lo que claramente apunta a una falta de mantenimiento de la red de abastecimiento. Y es que las inversiones han descendido en un 31,6%, lo que ha determinado el deterioro de la eficiencia de la red y de la calidad del servicio. La ausencia de una adecuada inversión en la red ocasiona un deterioro progresivo de las instalaciones, lo que puede traducirse en mayores costes de reparación y pérdida de eficiencia a medio y largo plazo.
Así las cosas, no seré yo quien dude de las bondades de la gestión directa de los servicios públicos cuando detrás de ellos hay una escala adecuada y un expertise sólido y contrastado, como en el Canal de Isabel II, o en el Consorcio de Aguas de Bilbao, sin embargo, la decisión del modelo de gestión del servicio nunca debe responder a banderas ideológicas, sino a criterios objetivos que garanticen el mejor servicio en calidad y precio para el ciudadano.
En el caso de Terrassa el slogan remunicipalizador se ha vuelto del revés: "subir tarifas, bajar inversiones y empeorar el servicio". Y es que para hacer experimentos, mejor la gaseosa, que con el agua los acaba pagando el ciudadano.