
En los últimos meses, grandes compañías tecnológicas, financieras y de consultoría han anunciado el fin del teletrabajo y la vuelta a los tradicionales cinco días presenciales a la semana en la oficina. Las razones que, según estas empresas, justifican esta decisión, se relacionan con que ese modelo laboral que trajo el confinamiento resta productividad, dificulta la comunicación rápida y la innovación, no favorece el espíritu de equipo y no genera un propósito compartido.
Sin embargo, numerosos estudios avalan que las empresas que no ofrezcan la posibilidad de trabajo flexible tendrán más dificultades para captar, motivar y retener el talento.
Está fuera de discusión que la experiencia del empleado mejora con el teletrabajo, ya que permite la flexibilidad necesaria para organizar su jornada laboral, mejora la conciliación familiar y personal, y supone un notable ahorro de tiempo y costes de transporte. Obviamente estas ventajas serán mayores o menores según cuál sea la situación social y familiar, es decir, si se tiene hijos y/o pareja; el lugar de trabajo, por aquello de la menor o mayor distancia de desplazamiento en grandes ciudades; el tipo de trabajo: la estadística concluye que el teletrabajo está mucho más asentado en empleados con estudios superiores; y, desde luego, la edad, pues el trabajo a distancia es mucho más demandado por trabajadores de menos de cuarenta y cuatro años.
Para las empresas representa indudables ventajas relacionadas con la reducción del absentismo, la disminución de la rotación, los ahorros en el coste de mantenimiento e instalaciones, o la disciplina en la organización y el desarrollo de las reuniones.
Y por supuesto también existen beneficios para la sociedad en su conjunto, siendo las más relevantes la disminución del tráfico, y, por tanto, de la contaminación y los avances en políticas de igualdad.
Pero todo tiene una cara negativa. La falta de contacto físico puede representar un importante obstáculo para la consolidación de los valores y la cultura de la organización; mayores problemas para formar, cohesionar equipos y realizar acciones comerciales; dificultades para evaluar el desempeño; o riesgos de ciberseguridad. Además, a algunos empleados el trabajo remoto les impide lograr una efectiva desconexión digital y existen riesgos psicológicos relevantes relacionados con el aislamiento y el tecnoestrés.
Por tanto, debe buscarse un equilibrio razonable con modelos híbridos, que potencien las ventajas del teletrabajo y minimicen sus efectos adversos. Eliminar de un plumazo el teletrabajo no es una opción. En primer lugar, porque va contra las grandes tendencias de la sociedad: la digitalización, las políticas de igualdad e inclusión, la reducción de las emisiones de CO2, y la búsqueda del bienestar del empleado. Pero es que, además, las empresas que no ofrezcan la posibilidad de teletrabajo no dispondrán del mejor talento, ya que las personas que lo atesoran suelen ser aquellas a las que más les preocupa y motiva la flexibilidad horaria, su autonomía y su desarrollo personal y profesional. Se trata del viejo dilema de vivir para trabajar o trabajar para vivir, algo que las nuevas generaciones lo tienen meridianamente claro, y que venimos defendiendo las empresas impregnadas por una cultura humanista.
El modelo de trabajo del siglo XXI exige alinear los objetivos de las compañías con las expectativas de sus empleados, y, aunque hay que buscar soluciones adaptadas a cada circunstancia orientadas hacia modelos híbridos, en la medida en que se vaya produciendo el cambio generacional en el liderazgo de las empresas, el teletrabajo se acabará imponiendo.
Presidente de Auren