
Tras ocho años observando y, hasta cierto punto, participando en el devenir de la industria bancaria en España y en Europa, es oportuno hacer una síntesis de la transformación de la industria bancaria y cuál es el rol que la banca puede jugar por financiar las necesidades futuras de España.
El exitoso modelo de negocio de la banca española apalancado desde hace décadas en la construcción de relaciones a largo plazo con sus clientes. Un modelo basado en la confianza mutua que reduce las ineficiencias causadas por la información asimétrica entre los agentes que ahorran y aquellos otros que requieren financiación, lo que facilita el acceso a los servicios financieros a más del 98% de la población en condiciones fuertemente competitivas, propiciando, por ejemplo, que más del 80% de la población haya accedido a una vivienda en propiedad. Sin embargo, la solidez de este modelo de negocio no ha impedido que sea una industria, como muchas otras, expuesta a múltiples desafíos, algunos de tal calado que obligan a repensar el futuro del sector.
Durante la última década, la industria bancaria ha tenido que hacer frente a un panorama muy complejo de gestionar en el que los reguladores financieros han desarrollado un excesivo y costoso andamiaje normativo con el que se pretende evitar las causas que ocasionaron la crisis financiera de 2008. Una gigantesca ola de reglas y normas que ha tenido que gestionarse en paralelo con otros tres elementos potencialmente disruptivos.
El primero consistía en recuperar la confianza y mejorar la reputación de un sector que, por definición, contribuye al desarrollo económico del país. Es incuestionable que la banca es un actor imprescindible para el crecimiento económico y su presencia hace más eficientes las transacciones. De ahí el empeño por demostrar el valor social de la banca con infinidad de inversiones en beneficio de toda una sociedad y, en particular, de los colectivos más vulnerables, entre las que podría destacarse la creación de un Fondo Social de Vivienda o los múltiples programas para el desarrollo de conocimientos financieros.
La segunda revolución a la que tuvo que enfrentarse fue la transformación digital y el empeño de los reguladores europeos por hacer más competitiva la industria, facilitando la entrada de nuevo jugadores digitales que pudieran hacer contrapeso al proceso de consolidación de la industria. Al sector no le hubiera costado adaptarse a esta transformación porque de manera tradicional invierte en tecnología cantidades muy significativas para adelantarse a las necesidades de sus clientes y proteger el sistema de brechas tecnológicas para evitar el fraude o los fallos del sistema, si no fuera porque la Comisión Europea decidió plantear un enfoque asimétrico en el que las normas no afectaban de la misma manera a los jugadores digitales que a la industria bancaria.
Y la tercera, y quizá la más compleja de abordar, fue la baja rentabilidad del sector provocada por un ciclo económico incierto y una política monetaria de muy bajos tipos de interés que se prolongó más tiempo del deseado para frenar el temor a una espiral deflacionista. Una rentabilidad que ni siquiera cubría el coste de capital y que, lógicamente, no solo generaba un escaso interés a los inversores, sino que limitaba cualquier intento por crecer, por invertir en desarrollos tecnológicos o de multiplicar el esfuerzo por demostrar la contribución social del sector.
Sin embargo, tras más de diez años gestionando un entorno tan complejo, la industria bancaria española ha sido capaz de adaptarse y sobreponerse con solvencia y eficacia (no en vano, la banca española es de las más eficientes de la zona Euro). De esta manera, el sector vuelve a emerger como un símbolo de cambio marcado por la reacción en tiempo real del sector durante la crisis del COVID, facilitando que las empresas y el empleo se mantuvieran estables durante la crisis sanitaria, lo que marcó un punto de inflexión en el reconocimiento social del sector.
El aumento de los tipos de interés provocado por el repunte inflacionista en la Unión Europea ha vuelto a normalizar la rentabilidad del sector, un factor imprescindible para poder afrontar una nueva fase de la transformación digital basada en el impulso de la inteligencia artificial y la trasformación sostenible de nuestra economía.
Sin embargo, la guerra en Ucrania, la aceleración de la crisis climática, la adopción de la Ley de Reducción de la Inflación en Estados Unidos y el reconocimiento de que el PIB europeo ha disminuido en comparación con Estados Unidos y China, ha propiciado que la Comisión Europea se haya empeñado en promover la competitividad de la región. En este sentido, la banca pueda jugar un rol trascendental para fortalecer la competitividad de nuestra economía y contribuir a la autonomía estratégica europea en ámbitos tan relevantes como la defensa, la energía o la industria.
Mientras en la UE se debate sobre la necesidad de impulsar el Mercado Único de Capitales y la creación de la Unión Bancaria en la que los capitales circulen en función de las necesidades, con el fin de optimizar su uso y garantizar que los ahorros de un Estado miembro puedan financiar una inversión en otro Estado miembro, no puede dejarse a un lado la relevancia de la financiación bancaria, que actualmente representa el 79% de las necesidades corporativas en Europa, frente al 39% en Estados Unidos. Por ello, en lugar de cuestionar y tasar de manera arbitraria los beneficios del sector y continuar encorsetando el alcance de la banca con una férrea regulación financiera, se debería de entender que solo promoviendo la competitividad del sector e impulsando una revisión del marco regulatorio para hacerlo más sencillo, comprensivo, estratégico y adaptable, España y la UE estarán en condiciones de financiar las necesidades futuras de nuestro continente, garantizar la soberanía económica e industrial y contribuir al éxito de la transición ecológica para seguir siendo líderes en la reducción de emisiones de CO2.
La alternativa a este escenario supone condenar al sector a mantenerse al margen de esta transformación y encerrase en un modelo de negocio que, por el envejecimiento de la población, estará forzado a limitarse fundamentalmente a la gestión de depósitos y la intermediación de pagos. Y aunque es muy probable que la banca vuelva a reinventarse, incluso en este escenario tan adverso, es un riesgo que no debería de asumirse por el bien del sector y por el futuro de España y de Europa.