
Los años de creación de empleo récord que el mercado laboral español encadena desde el fin de la crisis del Covid-19 no han cambiado un desequilibrio, característico del sistema de pensiones español, en los últimos quince años.
Los gastos que afronta la Seguridad Social siguen creciendo a un ritmo inalcanzable para los ingresos por cotizaciones sociales. En concreto, la diferencia es de tres puntos porcentuales de PIB, los que median entre el desembolso equivalente al 13,5% de los desembolsos para sufragar esta tipo de prestaciones, y el 9% en el que están estancadas las aportaciones que pagan los ocupados y las empresas para las que trabajan. Cabe preguntarse por qué el diferencial no se estrecha ni siquiera en un momento en el que el número de afiliados supera los 21 millones y la economía crece a ritmos del 0,8% intertrimestral.
La realidad es que la precariedad domina mucho de ese nuevo empleo creado, en medio del auge del tiempo parcial, los fijos discontinuos e incluso la temporalidad (pese a que la reforma laboral de 2021 pretendía combatirla). En esas circunstancias, los ingresos por cotizaciones son incapaces de competir con un gasto en pensiones sobre el que actúan fuerzas de signo completamente opuesto. El número de jubilados se incrementa, y estos cuentan con vidas laborales más largas en las que han devengado sueldos más altos que los propios de sus antecesores.
A ello se suma el efecto perverso de medidas como volver a indexar estas prestaciones al IPC, y la eliminación de toda factor corrector. En esas circunstancias el desequilibrio de la Seguridad Social está abocado a seguir ensanchándose, con el aumento de deuda y las transferencias del Estado como único paliativo.