
Dejando a un lado la reforma laboral aprobada en 2021, la gran iniciativa para el mercado de trabajo, lanzada durante la pasada legislatura, fue la Ley de Empleo, en vigor desde el pasado 1 de marzo. Bajo el paraguas de esta norma, el Ministerio de Trabajo pretendía impulsar una reforma profunda del Sepe, que hiciera de este organismo mucho más de lo que es hasta ahora, el gestor al que debe acudirse para cobrar la prestación por paro.
El objetivo era convertir a los Servicios Públicos de Empleo también en un intermediario eficaz a la hora de ayudar a los desempleados a encontrar trabajo. La tarea que había que acometer es, sin duda, ímproba ya que en 2022 el porcentaje de desempleados que encontraron colocación gracias al Sepe fue del 1,43%.
Empeorar tan ínfimos resultados se antojaba difícil pero, para sorpresa de todos, la nueva Ley lo ha conseguido. Ahora el porcentaje de éxito se queda en el 1,3%, de modo que las ofertas de empleo que llegan a los Servicios de Empleo solo son efectivas para uno de cada 100 desempleados. Se frustran así, por completo, las expectativas no únicamente del Gobierno sino también de la Unión Europea, dado que Bruselas está siguiendo de cerca el desarrollo de esta reforma.
No cabe aducir que, con un Gobierno y un Ministerio de Trabajo con plenos poderes, estos decepcionantes resultados se corregirán. Lo cierto es que los Gobiernos autonómicos, cuyos períodos de interinidad han sido mínimos cuentan desde hace meses con 2.800 millones para modernizar sus Servicios de Empleo, todos ellos integrados en la red del Sepe, sin que ofrezcan resultado alguno. Trabajo debería dar explicaciones sobre por qué esta reforma está resultando tan inútil como constata.