
Según los últimos datos disponibles, las familias y las empresas redujeron en 8.000 millones su volumen de deuda entre el segundo y el tercer trimestre del pasado año. Una caída que supone una adecuada respuesta al encarecimiento de la financiación originado con las subidas de tipos de interés del BCE en la eurozona para tratar de controlar la inflación a golpe de endurecer su política monetaria, lo que ha encarecido los préstamos.
Por el contrario, las administraciones parecen ignorar este contexto más exigente para la financiación. Así lo demuestra el hecho de que la deuda pública se ha incrementado en 28.000 millones en el mismo periodo. Un aumento que viene de atrás, como indica el incremento de casi 180.000 millones desde junio de 2020. Sin duda la Covid-19 tuvo mucho impacto en la deuda, hasta el punto de suponer más de 120.000 millones en su primer año por la contracción de la actividad y el gasto derivado.
Pero una vez superada la crisis sanitaria, ahondar en una política económica basada en el aumento continuado y desmedido del gasto es equivocado. Primero por el encarecimiento de la financiación por las subidas de tipos, a lo que se sumará el hecho de que el BCE empezará a reducir sus compras de deuda española en marzo. Y, segundo, por la mayor sensibilidad de los mercados a los desequilibrios públicos, lo que puede disparar las primas de riesgo en cualquier momento, como le ocurrió a Reino Unido en 2022.
Ante estos peligros, lo aconsejable es optar por la austeridad y por una hoja de ruta que permita bajar la deuda a medio plazo por debajo del 100% del PIB, nivel que los mercados ven sostenible. Por desgracia, el Gobierno carece de dicho plan, y más en un año electoral, lo que supone un grave peligro.