Ante el vicio de nombrar magistrados, está la virtud de renunciar al nombramiento. Los nombres propuestos por el gobierno para el Tribunal Constitucional no solo no contribuyen a despolitizar la Justicia sino que la politizan absolutamente. Ya sería un atentado al equilibrio de poderes que se tratara de personas militantes o de personas afines al gobierno. Pero es mucho más que eso porque se trata de dos nombres que directamente formaron parte del gobierno y que estuvieron en la lucha política y en la defensa de postulados de parte, lo que supone un atentado a la noción misma de la separación de poderes.
Pero lo relevante no es solo el descaro antidemocrático que el gobierno muestra con la elección de estos nombres sino la reacción misma de las personas elegidas: ellos dos quieren efectivamente ser nombrados magistrados del Tribunal Constitucional a pesar de conocer mejor que nadie sus trayectorias. Ambos asumen que están señalados, que no parecen independientes porque han dependido del presidente del gobierno, del partido, de otros órganos políticos socialistas- y que su nombramiento es muy cuestionado y rechazado. Y a pesar de ello, están esperando que éste se produzca.
Porque, aun cuando esto no fuera así, aun cuando en ambos se obrara mágicamente o éticamente el borrado absoluto, la completa amnesia de su pasado, el vaciamiento de su ideología partidaria, ambos podrían renunciar a esa designación, salir al ruedo informativo y señalar que no están dispuestos a ocupar un puesto en el que son cuestionados, en el que serán siempre sospechosos, en el que sus decisiones y sus votos van a ser entendidos como acciones siempre vicarias o dirigidas desde Moncloa. Aun cuando una ceremonia de purificación los convirtiera íntimamente en juristas imparciales, aun cuando transitaran un nuevo camino de Damasco y en su interior se produjera el nacimiento de una rabiosa independencia, deberían, ellos mismos, apartarse de la posibilidad de ser nombrados. Por motivos de prestigio, si les importa este concepto. Por motivos de propia dignidad, por salvarse a sí mismos de un negativo escrutinio popular, técnico, político y democrático que los sitúa, prima facie, como agentes gubernamentales en el interior de una institución que tiene a su cargo, nada menos, que el control de las leyes.
Pues no. Están ahí, esperando el día en que finalmente tomen posesión de su nueva dignidad judicial porque el Tribunal Constitucional, dice en twiter mi amiga Marisa con mucha razón, está considerado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como un auténtico tribunal, por lo que las exigencias de independencia e imparcialidad también le son aplicables a sus miembros. Y ahí están, bajo la lluvia de desconfianza y de críticas, esperando su flamante nombramiento.
El problema no es que alguien quiera hacer trampas a la democracia nombrando a una persona inidónea, sino que esa persona admita ser nombrada. No dice: "bueno, oye, gracias, pero no cuentes conmigo para esto". No. El problema no es quién nombra a quién, sino que el nombrado contra el centro de gravedad de la separación de poderes, consciente de su posición y de su trayectoria política anterior, colabora y acepta ese nombramiento.
En el imaginario clásico de los manicomios suele aparecer el personaje que se cree Napoleón. Pero, claramente, mucho más locos están aquellos otros internos que efectivamente creen que aquel loco es de verdad Napoleón. Mucho peor están los que le siguen y le obedecen por todo el manicomio porque ya no se trata de alguien que se cree Napoleón, sino de alguien que ni siquiera cuestiona ese disparate y le presta escolta en el comedor y está, además, orgulloso de que, en un pasillo, después de la merienda, con el palo de una escoba, Napoleón le nombre orgullosamente general, mientras la Historia le contempla. Es evidente que en el caso de los nombramientos para el TC no hay ningún loco, por supuesto. ¿Pero no es eso, incluso, peor?