
La crisis financiera global iniciada en 2008 provocó un aumento sustancial de la regulación bancaria internacional, una tendencia que ha venido acompañada de un cierto repliegue de los bancos internacionales hacia sus países de origen. Ambas tendencias parecen estar conectadas: la creciente carga regulatoria ha afectado especialmente a los bancos internacionales, y ha venido acompañada por otras tendencias regulatorias como el el establecimiento de barreras nacionales (ring-fencing) y la extraterritorialidad. La desglobalización financiera observada en los últimos años debe verse como parte de una tendencia a la desglobalización más amplia, que afecta a la economía en general, y que probablemente se vea alimentada adicionalmente por la fragmentación geopolítica a raíz de la guerra en Ucrania. La tendencia hacia el nacionalismo financiero es también el resultado de las crisis en muchos países, generadas en los mercados financieros globales, pero cuyo coste tuvo que ser soportado por actores domésticos, lo que alimentó el movimiento antiglobalización. Al mismo tiempo, la propia crisis indujo a los bancos globales a retirarse en cierta medida a sus cuarteles de invierno, reduciendo su exposición al exterior, en algunos casos como condición para recibir ayudas públicas.
Este repliegue de los bancos internacionales afectó más a aquellos con modelos de negocio centralizados que a aquellos con estructuras descentralizadas. Los bancos internacionales centralizados tienden a adoptar la forma legal de sucursales y estrategias de resolución de punto de entrada único (SPE, por sus siglas en inglés), en las que la capacidad de absorción de pérdidas está en la matriz; los bancos descentralizados tienden adoptar la forma legal de filiales y estrategias de resolución de punto de entrada múltiple (MPE, por sus siglas en inglés), en las que la capacidad de absorción de pérdidas se encuentra en cada filial. Los bancos descentralizados están, en principio, mejor adaptados a un mundo fragmentado, aunque al precio de explotar de manera menos eficiente las sinergias de una gestión integrada del capital y la liquidez. Además, están sujetos en mayor medida a la normativa tanto del país de origen como del acogida, con el riesgo de que se apliquen las más exigentes en cada ámbito. Los bancos centralizados disfrutan, en teoría, de las ventajas de estar sujetos principalmente a la regulación del país de origen, pero esta ventaja ha tendido a atenuarse en los últimos años a medida que las crisis han alimentado la desconfianza de los países anfitriones, lo que se ha traducido en mayores requisitos locales de capital y liquidez, independientemente de su posible redundancia con las regulaciones del país de origen. Este es el caso incluso dentro de la UE, con un teórico mercado único, complementado por una regulación, supervisión y resolución únicas.
En un entorno regulatorio cada vez más hostil a los bancos globales, surge una pregunta relevante: ¿es esta una gran pérdida? ¿Qué ofrecen los bancos internacionales al sistema financiero global? La literatura tradicional identifica tres razones principales para la banca internacional: la diversificación del riesgo, las economías de escala y el seguimiento del cliente corporativo. Pero esta es la lógica desde el punto de vista del propio banco o del país de origen. Desde el punto de vista del país anfitrión, la entrada de bancos extranjeros ofrece ganancias de competencia y eficiencia, en comparación con un sistema bancario puramente nacional. En el caso de las economías emergentes, una razón adicional es la profesionalización de la gestión de riesgos y la separación del sistema bancario respecto de los grupos industriales locales o las "élites extractivas", particularmente importante en países con marcos institucionales más débiles. Un ejemplo es América Latina, una región tradicionalmente propensa a las crisis financieras y que, a raíz de la entrada de bancos internacionales en las privatizaciones de finales del siglo XX y principios del XXI, ha mostrado una resiliencia notable ante las crisis de los últimos años, en parte gracias al modelo descentralizado (MPE) de los bancos españoles, que ha limitado el contagio.
Si los bancos internacionales aportan ventajas al sistema financiero global, especialmente en países emergentes, ¿qué se puede hacer para evitar que la regulación los penalice? Entre las líneas de acción que podrían abordar este problema, cabe mencionar las siguientes: (i) evitar la extraterritorialidad, especialmente la generada en jurisdicciones clave como EE.UU. y la UE, que hace que los bancos de estos países, cuando operan sobre todo en países emergentes, estén sujetos a estándares más exigentes que sus competidores locales; (ii) delinear los roles de las agencias regulatorias y supervisoras independientes frente al poder legislativo, de manera que el alineamiento con los estándares internacionales sea compatible con el normal proceso democrático de cada país y (iii) aclarar el ámbito de actuación de los supervisores locales, con frecuencia más relevante que la regulación, algo que apenas se reconoce en el proceso de establecimiento de estándares globales.
Las líneas de acción antes mencionadas deberían ayudar en la necesaria simplificación de la regulación financiera internacional, para corregir la tendencia (un tanto paradójica) hacia estándares internacionales cada vez más detallados y una creciente fragmentación del sistema financiero global, restableciendo un campo de juego más equilibrado entre los bancos internacionales y los actores locales. Todo esto reafirmaría la relevancia del proceso de establecimiento de estándares globales en Basilea.