
Construida en el siglo VI a. C. la Cloaca Máxima era el corazón que recibía y redistribuía las aguas fecales de Roma. Sin ella, todo el entramado de alcantarillas secundarias habría constituido a lo más una red acéfala y escasamente funcional.
En la España de hoy, heredera de la Transición, hay una cloaca máxima que vertebra el sistema de cloacas menores, corrupciones, usos arbitrarios del poder y permanente desguace de la Constitución de 1978. La operación policial montada para fabricar pruebas falsas contra Podemos no hubiese sido posible en un auténtico Estado de Derecho. Y si a pesar de ello se hubiese producido, todos los medios de comunicación, sin excepción alguna, estarían exigiendo permanentemente depuraciones de responsabilidades ante tal práctica de lesa Democracia. Pero no solo ellos, los partidos políticos sin excepción alguna -también el partido gobernante en esa supuesta coyuntura- estarían demandando comisiones de investigación e instando a la Justicia a que procediese. La Fiscalía General del Estado habría, por su parte, iniciado de oficio el procedimiento correspondiente. Y el Gobierno actual ha-bría puesto en marcha la operación necesaria de inspección, información y depuración de responsabilidades. Nada de eso ha ocurrido y tampoco va a ocurrir. Sin olvidar a una parte nada despreciable de la ciudadanía que, víctima de la aculturización funcional programada, ha segregado una callosidad en la conciencia. El cáncer está bien protegido.
El teórico Estado de Derecho, que tanto babean los autodenominados partidos constitucionales, no es en la práctica otra cosa que un pacto sobrentendido y consuetudinario entre las banderías que atraviesan y condicionan los tres Poderes del Estado. Las cloacas policiales, como las de la corrupción o las que subyacen en los escándalos regios, no serían posibles sin la cloaca máxima, conformada por un doble Estado y sus servidores y beneficiarios; una tangentopolis hispánica.
Un sistema democrático digno de tal nombre es sinónimo de garantías de derechos y transparencia institucional. ¿Quién, salvo las víctimas, unos pocos medios de comunicación o algún brillante y valiente periodista, han denunciado estos mini golpes de Estado incruentos perpetrados por quienes tienen por ley la misión de aplicarla? ¿Qué hace el actual titular del Ministerio del Interior? Su obligación no consiste solo en que durante su mandato estas prácticas mafiosas no ocurran sino, además, dejarle a su sucesor o sucesora un Ministerio fuera de toda sospecha.
La lenidad con la que la Transición cerró los ojos más allá de los pactos expresos y los compromisos tácitos se paga ahora y además con intereses usurarios. Será difícil erradicar esta deriva que gangrena el andamiaje institucional de nuestro país. Pero es urgente y necesario. Es una cuestión de supervivencia. De seguir impunes y ocultas estas prácticas, el Estado español alcanzará la categoría de Estado fallido. El imperativo categórico de ética pública, transparencia administrativa y democracia consecuente nos insta a todos a que, acabadas las saturnales electorales, nos pongamos manos a la obra: sajar, limpiar purulencias y cicatriza limpiamente. Es una simple cuestión de dignidad.