
El mes pasado terminó con una fuerte destrucción de puestos de trabajo, superior a los 200.000 empleos. Se trata de un deterioro muy intenso, que el Gobierno explicó aludiendo a la estacionalidad adversa que implican los eneros, por el fin de la Navidad. Ahora bien, para encontrar un primer mes del año tan malo hay que remontarse a 2013. Entonces la condiciones eran exactamente opuestas a las actuales: en el cuatro trimestre de 2012 el PIB estaba en recesión; ahora, crece aún a una meritoria tasa del 0,7%.
Por otro lado, el influjo de la estacionalidad es indudable, pero este enero mostró una virulencia sin parangón con épocas recientes comparables. En un solo día, el 2 de enero, se despidió a 606.000 personas, más del doble que el 31 de agosto de 2018, cuando terminó la temporada veraniega.
Cifras como éstas tienen que explicarse por otros factores de más calado, como el hecho de que fue precisamente el mes pasado cuando entró en vigor el alza de un 22% del salario mínimo. En consecuencia, ciertas modalidades laborales, como el empleo juvenil, experimentaron un encarecimiento histórico en tiempo récord.
Por ello, no puede ser casual que el desempleo entre los menores de 25 años crezca un 4%. Además, el nuevo SMI tiene efectos de segunda ronda mucho más amplios, ya que añade presión al conjunto de los ya altos costes laborales que sufren las empresas desde hace décadas. Si a ello se suma la expectativa de que esas cargas suban más, por políticas como volver a elevar las bases máximas de cotización, solo puede concluirse que la capacidad de creación de empleo de las empresas peligra. Y lo provocan, paradójicamente, las medidas con las que el Gobierno busca mejorar el mercado laboral.