
Los análisis del fenómeno de la protesta de los chalecos amarillos se centraron principalmente en la distribución de la renta y los impuestos entre las categorías sociales y por lugar de residencia. Lectura obviamente relevante. Pero no debe eclipsar a otra que se refiere a la evolución general de los últimos diez años y a lo que puede preverse para los próximos diez años.
Entre 2007 y 2017, el PIB creció un 8% y la renta disponible de los hogares -tras las contribuciones y las transferencias- aproximadamente la misma cantidad, pero la renta por unidad de consumo (que tiene en cuenta la composición de los hogares) aumentó sólo un 1%%. El llamado componente "arbitrable" de estos ingresos (que excluye el consumo precomprometido, como los alquileres) se redujo en un 1%.
El hecho es que los beneficios de un crecimiento ya anémico se han disipado antes de llegar a los individuos. La principal explicación es demográfica: el crecimiento de la población, el envejecimiento y los cambios en el estilo de vida han dado lugar a un aumento del número de hogares y a una reducción de su tamaño. Para mantener el poder adquisitivo, habría sido necesario un crecimiento de alrededor de un punto al año.
El futuro no parece muy diferente. En un plazo de diez años, el número de personas mayores aumentará en 2 millones, mientras que la población en edad de trabajar se mantendrá estable y la proporción de hogares de una o dos personas seguirá creciendo. La primera lección: seguiremos necesitando crecimiento para mantener, simplemente, nuestro nivel de vida.
En lo que respecta a la fiscalidad del carbono, también se hizo hincapié en el reparto de la carga. Esta lectura es relevante y merece ser completada con una visión general. Si se mantienen los objetivos previstos -y al menos deben hacerlo si queremos cumplir nuestros compromisos climáticos-, el precio del carbono aumentará de 7 euros por tonelada en 2010, a 45 en 2018 y 100 en 2030. Sabiendo que nuestras emisiones ascienden a 5 toneladas por habitante, esto ascenderá a unos 500 euros por persona y año.
El cálculo es crudo, porque ignora las exenciones, y asume que el impuesto al carbono pesará sobre los hogares, ya sea directamente o a través de los precios de los productos que consumen. También ignora que la contrapartida es la reducción de otros gravámenes o la introducción de medidas para apoyar la transición energética. Pero el orden de magnitud da una idea de lo que está en juego: 500€ euros por persona, lo que representa el 2,5% de los ingresos del hogar. Segunda lección: la fiscalidad del carbono no es -o no debería ser- un factor de segundo orden.
Añadamos un tercer elemento. En los años 1990-2000, los franceses consiguieron un poder adquisitivo significativo gracias al desarrollo de las importaciones procedentes de países de bajo coste. En 2010, según un estudio de Charlotte Emlinger y Lionel Fontagné, una cuarta parte de su consumo procedía de países extraterritoriales, y el beneficio que recibían era de unos 2.400 euros por hogar y año. La globalización ha destruido puestos de trabajo, pero también ha sido una fuente importante de poder adquisitivo. El precio de los productos manufacturados se ha derrumbado y todos nos hemos beneficiado. Esta transición probablemente haya terminado: con el ascenso de China y el desarrollo del proteccionismo, estas ganancias de ingresos se mantendrán en el mejor de los casos, tal vez se inviertan. Para bien o para mal, la gran fiesta del consumidor está llegando a su fin. Tercera lección: no debemos seguir confiando en que el resto del mundo nos haga más ricos.
Conclusión: Independientemente de que a los defensores del decrecimiento les guste o no, las tensiones sociales actuales reflejan la dificultad de preservar los ingresos individuales en un contexto de cambio demográfico, medioambiental y comercial. El crecimiento, ciertamente, debe cambiar su carácter. Pero sin él, todo es mucho más complicado.