
La reunión entre el presidente norteamericano, Donald Trump, y el presidente chino, Xi Jinping, en la cumbre del G-20 en Buenos Aires esta semana es considerada como un momento decisivo para la economía mundial y los mercados financieros. Pero aún si no se llega a ningún acuerdo en la cumbre, hay por lo menos cuatro razones para esperar una disminución de la tensión en la guerra arancelaria de Estados Unidos y China.
La primera, paradójicamente, es el reciente giro en la retórica estadounidense de un foco en los empleos norteamericanos a los objetivos explícitamente 'sinófobos' de "contener" a China e impedir que se convierta en una potencia tecnológica que pueda desafiar la hegemonía global de Estados Unidos. Ahora que Xi toma conciencia de que está involucrado en una lucha generacional contra la contención de China, simplemente no puede permitirse perder esta escaramuza inicial de la Guerra Fría 2.0.
China tiene munición
Y Xi tiene muchas herramientas políticas a su disposición para garantizar que la economía china no sufra ningún daño serio como consecuencia de los aranceles estadounidenses. En la medida que los aranceles reduzcan las exportaciones de China, el gobierno y el banco central pueden compensar el impacto económico estimulando la demanda interna.
La desaceleración del crecimiento económico chino este año se ha debido casi enteramente a decisiones deliberadas para desapalancar al sistema bancario, recortar el endeudamiento de los gobiernos locales, reducir la sobreinversión en infraestructura y frenar el alza de los precios de la vivienda ajustando la política monetaria. Todas estas políticas de austeridad se pueden aliviar o revertir fácilmente.
Las dudas sobre la voluntad del gobierno chino de modificar la política económica y pasar del ajuste al estímulo han sido disipadas en las últimas semanas. Las claras manifestaciones de los hacedores de las políticas públicas, hasta del propio Xi, han indicado que China no permitirá que la economía siga debilitándose el año próximo, aun si esto significa aceptar mayores déficits presupuestarios o un alivio del desapalancamiento bancario y del ajuste monetario.
Como dije hace dos meses, este cambio de política era previsible. Los gobiernos comprometidos en una guerra no se preocupan por los ratios de deuda-PIB o por los balances de los bancos.
Proteger la economía de China
Segundo, en tanto la capacidad y la voluntad de Xi de proteger a la economía de China de cualquier desaceleración futura se tornen evidentes, el cálculo político de Trump cambiará. Si Trump quiere un "gran éxito" en el comercio con China del cual hacer alarde de cara a las elecciones de 2020, tendrá que cerrar un acuerdo con Xi sin mucha demora.
Esto es porque la próxima fase de la guerra comercial -cuando los aranceles aumenten del 10% al 25% y posiblemente se extiendan a todas las importaciones chinas- resultará más impopular entre los votantes estadounidenses y causará más daño a las perspectivas económicas de Estados Unidos que la actual falsa guerra, que ha consistido en más retórica que acción.
El principal riesgo para la economía estadounidense no proviene de las represalias chinas contra los agricultores o las multinacionales de Estados Unidos, cosa que puede o no suceder, sino del efecto arancelario keynesiano. La creencia de Trump de que los aranceles de Estados Unidos actuarían como un impuesto a los exportadores chinos, creando al mismo tiempo empleos en Estados Unidos, puede haber sido válida en un momento de recesión y desempleo masivo. Pero ahora que la economía de Estados Unidos funciona a pleno empleo, no hay ningún margen significativo para que la producción doméstica sustituya a las importaciones chinas. Esto significa que el costo de los aranceles recaerá principalmente en los consumidores e importadores estadounidenses, haciendo subir la inflación y las tasas de interés de Estados Unidos, en lugar de perjudicar la actividad económica y los empleos chinos.
Tercero, las negociaciones geopolíticas previas de Trump ofrecen claros precedentes para un alto el fuego temprano. En todas sus grandes confrontaciones diplomáticas -por las armas nucleares de Corea del Norte, por el muro fronterizo mexicano y por la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte-, el modus operandi de Trump ha sido escalar la retórica agresiva casi al punto de una guerra y luego, repentinamente, negociar una retirada táctica. El caso más reciente e inesperado fue el alivio de las sanciones a Irán para revertir el alza en los precios del petróleo por 80 dólares.
El estilo de negociación de Trump -"gritar fuerte y alzar una bandera blanca", como yo lo defino- puede parecer incoherente y deshonesto, pero ha sido espectacularmente exitoso para él, si no para los intereses nacionales de Estados Unidos. Le ha permitido galvanizar a nacionalistas acérrimos al dar la impresión de que actúa más agresivamente que cualquier presidente anterior para "hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande", evitando al mismo tiempo cualquier riesgo militar o económico genuino que pudiera implicar costos o sacrificios serios para los votantes norteamericanos.
Un acuerdo en la cumbre del G-20 sería coherente con este patrón de conducta. Pero también lo sería una ruptura en Buenos Aires, seguida de una breve extensión de los aranceles anti-China y luego, a los pocos meses o semanas, otra cumbre Trump-Xi y otra "retirada victoriosa". Pensemos en los británicos en junio de 1940 al ver su retirada de Dunkirk como un gran triunfo.
Finalmente, el hecho de que Xi no pueda permitirse perder esta primera etapa del conflicto entre Estados Unidos y China no significa que Trump deba aparecer como perdedor. Un empate o un alto el fuego sería perfectamente aceptable para China y casi con certeza satisfaría a Trump, a juzgar por la experiencia pasada.
Trump podría recibir felicitaciones personales con un acuerdo que implicara algunas concesiones, tanto reales como aparentes, que Xi está dispuesto a hacer -sobre el tamaño del desequilibrio comercial, sobre las leyes de propiedad intelectual, sobre una mayor apertura del mercado a las multinacionales e instituciones financieras de Estados Unidos y demás.
En verdad, China ya ha aceptado que podría cumplir aproximadamente con el 40% de las 142 demandas comerciales presentadas por Estados Unidos a comienzos de este año, y que podría negociar otro 40%. Es el 20% restante, que involucra a la tecnología y a los subsidios industriales, no es negociable para China. Por supuesto, este 20% cubre la mayoría de las políticas que denuncian los sinófobos militantes, porque podrían permitir que China desafiara la hegemonía tecnológica y militar estadounidense en la segunda mitad de este siglo.
Ahora bien, ¿a Trump realmente le importa lo que pueda suceder después de 2050? Suponiendo que le preocupa más lo que suceda en 2020, cuando deba enfrentar nuevamente a los votantes norteamericanos, su confrontación con China terminará dentro de no mucho tiempo.