
Nada más llegar a la Moncloa, el presidente Pedro Sánchez se comprometió a flexibilizar la regla de gasto. La norma que impide a las comunidades autónomas y ayuntamientos emplear el superávit en sus cuentas (siempre que exista) a incrementar el gasto.
Pero ahora el Ejecutivo da marcha atrás en su planteamiento inicial debido a las restricciones presupuestarias, que obligan a asumir la senda de déficit del 1,3% del Partido Popular en vez de la del 1,8% propuesto por el PSOE. Debido a ello, los recursos empleados por regiones y consistorios no podrán exceder más de un 2,4% respecto a 2017, tres décimas menos que con las medidas de flexibilización.
Vaya por delante que el Gobierno incumpliría su palabra si finalmente no flexibiliza la regla de gasto. Ahora bien, evitar su transgresión es acertado. No resulta tolerable romper con una normativa que va más allá de España. Se trata de una regla de gobernanza europea creada para garantizar la estabilidad presupuestaria de los Estados miembros.
Su transgresión, por tanto, no solo pude dar lugar a sanciones. También mandaría un mensaje poco adecuado en un momento en el que España está a punto de salir del expediente por déficit excesivo abierto por Bruselas. Ante estos sólidos argumentos no sirven excusas como las de las autonomías que claman por una flexibilización que compense en parte el injusto reparto de recursos. Las regiones hacen lo correcto en solicitar una reforma que lleva demasiado tiempo retrasándose. Pero esa legítima exigencia no es óbice para saltarse un regla que es de obligado cumplimiento. El Gobierno debería tener también claro la necesidad de respetar la normativa de gasto y evitar hacer promesas que no puede cumplir.