Opinión

Las retiradas son victorias para el presidente Donald Trump

Imagen: Reuters

Se rendirá Donald Trump en su guerra comercial con China, o la ganará? Es probable que ambas cosas. Ya hay en Trump un patrón claramente establecido, que empieza con amenazas terroríficas (Fuego y furia, restringir a cero las exportaciones de Irán, imponer aranceles a todo lo que sea chino, consecuencias como pocos han sufrido) y sigue con un apretón de manos, un abrazo y un repentino brote de comprensión mutua.

El ejemplo más dramático fue el abandono de Trump de cualquier intento real de desnuclearizar a Corea del Norte. Y más cerca en el tiempo, la suspensión de las amenazas de aranceles contra la Unión Europea (aunque ahora habla otra vez de imponerlos) tras su encuentro de amigos con el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, la oferta de una cumbre "sin precondiciones" entre Estados Unidos e Irán y luego las señales de que la escalada de amenazas arancelarias contra China en realidad es una estrategia para reabrir negociaciones.

¿Por qué insiste Trump en sus amenazas vacías? Sus detractores responden que solo es un fanfarrón, un tonto, un ignorante. Pero puede haber una explicación menos desdeñosa, pero igualmente negativa.

La política exterior de Trump es lo opuesto a aquella frase famosa del presidente Theodore Roosevelt a principios del siglo XX: "Habla bajito y ten listo el garrote". En cambio, el modus operandi de Trump podría describirse como "Grita primero y muestra bandera blanca después". Puede parecer irresponsable y cobarde, pero tal vez sea la estrategia más racional y políticamente eficaz para manejar la política exterior estadounidense en el siglo XXI.

Si admitimos que Estados Unidos ya es una potencia hegemónica global en retirada, es razonable que los votantes estadounidenses rechacen cualquier sacrificio económico o militar importante en aras de objetivos de política exterior inalcanzables, por ejemplo la contención de China. Y si los estadounidenses ya no están dispuestos a sufragar los costos del dominio global, entonces una retirada disfrazada es mejor política que la beligerancia de los neoconservadores, que produjo los desastres de Irak y Afganistán, o que el intervencionismo liberal que alentó la Primavera Árabe y causó los desastres de Siria y Libia.

La habilidad de Trump para convertir las retiradas de Estados Unidos en victorias políticas personales estuvo a la vista en sus tratos con Corea del Norte y su aceptación del poderío ruso en Siria. Probablemente haya que esperar una política similar en relación con China, y tal vez Irán y Ucrania: sería reflejo de las realidades geopolíticas y económicas, y, lo más importante para Trump, realzaría su posición personal.

Para ver de qué manera benefician a Trump sus vaivenes geopolíticos aparentemente irracionales, volvamos a la guerra comercial chinoestadounidense. Supongamos, como la mayoría de los observadores objetivos, que el presidente Xi Jinping no hará ninguna concesión real en la cuestión más importante para ambos lados: la determinación de China de ponerse a la par de Estados Unidos en tecnología industrial y capacidad militar. Supongamos también que Trump lo entiende y sabe que tendrá que retroceder, aunque más no sea porque Estados Unidos es una democracia cuyos votantes no aceptarán penurias económicas, mientras que China es una dictadura nacionalista que puede obligar a su pueblo a tolerar casi cualquier sacrificio.

Puede que Trump sea un proteccionista por ideología y crea que el déficit comercial estadounidense es una forma de robo y que hay que castigar a los extranjeros con aranceles y embargos. Pero antes es un político, y probablemente entiende que los aranceles perjudicarán a los consumidores de EEUU. Y cuanto más cerca esté la economía estadounidense del pleno empleo, más se descargarán los costos del proteccionismo sobre los consumidores estadounidenses, en vez de los exportadores chinos.

Sin excedentes de mano de obra o capacidad industrial ociosa, las empresas estadounidenses no pueden reemplazar en poco tiempo los bienes chinos. Es decir que los exportadores chinos pueden responder a los aranceles de Trump con una subida de precios, en vez de reducir márgenes de ganancia o trasladar producción a Estados Unidos.

De modo que en vez de un castigo a los extranjeros, en una economía en pleno empleo los aranceles son más que nada un impuesto que pagan las empresas y los consumidores locales. En el caso de Estados Unidos este año, su principal efecto será contrarrestar el estímulo dado por las rebajas impositivas de Trump y al mismo tiempo generar presiones inflacionarias, lo que en definitiva obligará a la Reserva Federal a acelerar la subida de tipos de interés. ¿Por qué, entonces, permitió Trump a sus asesores más sinófobos (el representante comercial de Estados Unidos, Robert Lighthizer, el director del Consejo Nacional de Comercio de la Casa Blanca, Peter Navarro, y el secretario de Estado, Mike Pompeo) iniciar una competencia suicida contra China, que Estados Unidos solo puede perder? Tal vez porque Trump sabe cómo mostrarse triunfante en retirada. Al llevar la confrontación casi hasta el punto en que se produciría un daño económico real y entonces ofrecer condiciones de paz que sabe que China aceptará, Trump puede volver al statu quo anterior a la guerra comercial, pero dando la apariencia de ser un ganador.

Trump no puede ignorar que un arancel del 25 por ciento a los bienes de consumo de fabricación china sería muy impopular entre los votantes estadounidenses. Pero sabe que solo tiene que amenazar con imponerlo para dar imagen de firmeza ante China y de estar peleando por el empleo local. En cuanto haya cosechado suficiente rédito político de los mensajes agresivos, puede insinuar discretamente que retirará las demandas irrealizables de Estados Unidos, y así obligar a China a volver a la mesa de negociación.

Estos giros radicales, más que perjudicar a Trump en lo político, han sido un elemento recurrente en su ascenso al poder. Trump siempre comprendió que las apariencias importan más que la realidad (y en ningún lugar tanto como en la política estadounidense moderna). Sus marchas y contramarchas le permiten obtener apoyo haciendo promesas sin sustento real y después volver a obtenerlo al reconocer pragmáticamente la realidad.

En el conflicto con China, Trump apeló a los ultranacionalistas con una retórica extremadamente belicosa. Si sigue fiel a su estilo, en cuanto haya maximizado los beneficios del patrioterismo, retrocederá y evitará el daño que causaría cumplir sus amenazas temerarias, y apelará así a los moderados.

Si el resultado final del enfrentamiento con China es que Trump da marcha atrás, pocos votantes sabrán que no consiguió los objetivos económicos que supuestamente buscaba, ni les importará. En vez de eso, lo elogiarán por obligar a China a aceptar una negociación a la que nunca se resistió y evitar el riesgo de una guerra comercial, que él mismo creó. Así funciona el arte de la negociación de Trump: declarar la guerra, restaurar la paz, y luego atribuirse el mérito por ambas cosas.

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