
En poco más de un mes, el Gobierno aprobará un real decreto ley para recuperar la universalidad en el Sistema Nacional de Salud y devolver el derecho a la protección sanitaria a todas las personas en España, tal y como manifestó la ministra portavoz, Isabel Celaá. De esta manera, se retornará a la situación de hace seis años, antes de que el Gobierno popular excluyera en 2012 a los inmigrantes irregulares -excepto a los menores, a las embarazadas y a los servicios de urgencias- para recortar el gasto nada más llegar al poder.
Por aquel entonces se estimó que con esta medida se ahorrarían 917 millones de euros, pero lo cierto es que no ha habido ningún cálculo oficial sobre si se ensanchó, o no, la hucha en tal magnitud. Por ello, más allá de valoraciones políticas, el debate gira ahora en torno al impacto que tendrá sobre las cuentas de las comunidades autónomas el hecho de recuperar la sanidad para todos. Y, visto lo visto, será difícil cuantificarlo.
De hecho, mientras que el anterior Gobierno calculaba que dicha recuperación costaría más de 1.000 millones, desde distintas organizaciones relacionadas con el ámbito sanitario se rebaja considerablemente esa cifra, por entender que el coste de las urgencias para los colectivos afectados superaba o al menos compensaba el de la atención primaria que se ahorraba con dicha medida. Y ello, sin contar con el coste que la falta de tratamiento de las enfermedades infecciosas podría tener como consecuencia de la expansión de las mismas.
Centrándonos ahora, no tanto en la salud de las personas, como en la de la economía, cabe preguntarse si esta medida podría desequilibrar la estabilidad presupuestaria de las comunidades. Pues bien, la aplicación de la regla de gasto, al margen de otras consideraciones en relación con las políticas de austeridad, contribuyó, sin duda, a que las autonomías alcanzaran sus objetivos de déficit en 2017, ayudando a que España cumpliera, asimismo, por primera vez con su compromiso con Bruselas -pese al incumplimiento de la Administración Central y de la Seguridad Social-. Y a este respecto, teniendo en cuenta las previsiones sobre el crecimiento económico, no parece que la recuperación de la sanidad universal vaya a descuadrar las cuentas autonómicas y a impedir el logro de los objetivos de déficit para 2018, establecidos en el 0,4 por ciento del PIB.
En este sentido, después de que el pasado fuera el primer año en el que globalmente se alcanzaron las metas de déficit -aunque hubo seis comunidades que no llegaron a cumplirlas-, podemos mostrarnos optimistas en cuanto a la superación de la prueba de fuego. No obstante, el ya anunciado nuevo aplazamiento de la reforma del modelo de financiación autonómica puede suponer un hándicap en lo que a esa meta se refiere, que tendría que ser contrarrestado con la adopción de medidas impositivas que compensen el incremento del gasto que viene anunciando el Gobierno presidido por Pedro Sánchez en relación con la revalorización de las pensiones, la lucha contra la pobreza infantil y, aún con las dudas apuntadas sobre el efectivo impacto económico de la misma, la recuperación de la sanidad universal.
Lo que no deberían hacer las comunidades autónomas, en ningún caso, es continuar con esa competencia a la baja en lo que a los impuestos cedidos se refiere. Y en este marco, las pérdidas de recaudación en impuestos como el de Sucesiones y Patrimonio, como consecuencia de los cada vez más extendidos beneficios fiscales, no solo conlleva una merma de la equidad del sistema -que cada vez profundiza más en la sustitución de impuestos directos por indirectos- sino que puede poner en riesgo el cumplimiento del objetivo de déficit, al menos desde el punto de vista global. Así, conviene recordar que Madrid, por ejemplo, deja de recaudar alrededor de 800 millones de euros como consecuencia de la supresión de hecho del impuesto sobre patrimonio.
En definitiva, el impacto de esta medida será más político que económico. Sobre todo, porque algunas comunidades han ido ablandando los requisitos -a pesar del criterio del Tribunal Constitucional- y asumiendo, poco a poco, el coste extra de garantizar el acceso a los servicios sanitarios de todas las personas, independientemente de su nacionalidad, color de piel, etnia o estatus legal. Tuiteaba Pedro Sánchez que era cuestión de decencia y de justicia. Y que nuestra sanidad pública volverá a ser la que un día soñó e impulsó Ernest Lluch. No hablamos, pues, de la salud de la economía. Se trata de la salud de las personas.