Opinión

Fútbol y política, una coalición a prueba de disidentes

  • Uno elige el partido al que vota, pero no los colores que siente
Rajoy recibiendo la camiseta de la selección. Foto: Efe

El periodista Quique Peinado ironizaba sobre la naturaleza indisimuladamente 'roja' del club de sus amores en el arranque de su libro A las armas. "Creo que la señora Cifuentes alguna noche se ha soñado vestida de Juana de Arco, mechas al viento, comandando una tropa de gaviotas y muchachos con flequillazo que avanzaba 'manu militari' por la Avenida de la Albufera dispuesta a ilegalizar el Rayo", escribía. Era el arranque de un relato que, entre el humor y el costumbrismo, repasaba en formato breve la naturaleza social e ideológica del mítico equipo vallecano. Llegaba unos meses después de su Futbolistas de izquierdas, otro libro -este más largo- en el que tendía puentes entre el socialismo y algunos de los nombres más célebres del deporte rey.

Lo que ni Peinado ni nadie sabía entonces es que tres años después Cristina Cifuentes dimitiría de su cargo de presidenta víctima de sus propios actos, y que lo haría meses antes de que el equipo volviera a primera división. Nadie sospechaba tampoco que su sucesor en el cargo, el también 'popular' Ángel Garrido, resultaría ser hincha del Rayo, aunque ideológicamente pueda resultar chocante. Resulta que vivió muchos años en el distrito y, al menos de joven, apoyaba sus colores.

Y es que el fútbol, el deporte por excelencia en esta parte del mundo, es política pura. Lo es cuando el Barça lanza comunicados poniéndose del lado del independentismo en su pulso contra el Estado. O cuando el Sevilla se estampa una bandera de España en la camiseta para jugar una final contra el Barça. O cuando la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao se han posicionado del lado del nacionalismo vasco, siendo el último ejemplo el apoyo del equipo vizcaíno al derecho a decidir. O cuando pitar o no un himno resulta más importante que un partido de primer nivel.

Podría decirse que, de forma mayoritaria, los equipos tienen ideología. Por eso genera extrañeza que haya políticos de determinadas formaciones que apoyen a partidos que, sobre el papel, no les 'pegan'. Es el caso citado de Garrido, por ejemplo, o del diputado de ERC Gabriel Rufián, seguidor confeso del Espanyol que, por si el nombre no es lo suficientemente evidente, representa al aficionado no independentista del fútbol barcelonés ('de Cornellà', dijo con sorna una vez Gerard Piqué). Mientras, Albert Rivera o Andrea Levy, ambos antinacionalistas catalanes, son hinchas culés. Uno elige el partido al que vota, pero no los colores que siente.

En Madrid se suele trazar un silogismo similar al barcelonés entre Real Madrid y Atlético, aunque tiene más de teórico que de real: los hinchas blancos suelen relacionarse más a lo conservador y los atléticos algo más a lo 'alternativo al poder'. Sin embargo, ilustres miembros de Podemos como Íñigo Errejón o Ramón Espinar son merengues confesos mientras populares de pura cepa como Cristóbal Montoro son colchoneros de siempre. Zapatero era del Barça y Rajoy y Rubalcaba del Madrid, sea lo que sea lo que signifique eso.

Los clubes, en cualquier caso, no son instituciones ajenas a su afición. La ideología de cada club hay que buscarla también en el sentir de los hinchas más radicales, esos que se lleva años intentando echar de los estadios pero que siguen atornillados a las gradas. Hay radicales de izquierdas -Sevilla, Depor, Osasuna o Rayo- y de derechas -Real Madrid, Atlético, Betis o Valencia-. Hay, incluso, clubes 'hermanados' cuyas aficiones comparten casi amor por el escudo del grande -le pasa al Espanyol y al Levante con el Real Madrid, por ejemplo-. Y hay equipos rivales con ultras hermanados porque para ellos la ideología es más importante que el fútbol, como lleva unos años pasando con los ultraderechistas de Real Madrid y Atlético.

El peso de las aficiones varía según la institución, pero por lo general los ultras han gozado de cierta protección no oficial. No es raro en equipos en apuros que trascienda que ha habido representantes de los ultras entrando a hablar directamente con jugadores. O que influyan directamente en el devenir del club: los aficionados del Rayo, por ejemplo, lograron que el club no incorporara al ucraniano Román Zozulia por su ideología ultraconservadora después de haberse hecho con él. Algunos lo vieron como un ejercicio de coherencia, otros como una muestra de intolerancia política. Todo depende del pie del que cada cual cojee...

Salvando los extremos de los radicales, el fútbol es ideología política, una guerra sin violencia. Y ahí el Mundial es la escenificación catártica de una batalla controlada. En este circo romano no hay esclavos, ni nadie muere, pero la afición saca lo mejor y lo peor de sí, jurando amor eterno y odio irracional, a los 'suyos' y los 'otros'. No importa ni dónde se nace: hay paisanos muy ajenos, y gente de otro continente que es 'uno de los nuestros' para siempre. Basta con ponerse una camiseta de un color u otro.

En estas batallas los pequeños pueden acabar siendo gigantes, como es el caso de Islandia, que con sus trescientos mil habitantes se ha plantado en la competición. O de Gabriel Jesús, hoy delantero de la selección brasileña que cuatro años atrás, cuando el Mundial se disputa en su país, pintaba las favelas de Río para ganar algo de dinero. También se discuten hegemonías, haciendo de EEUU o China países irrelevantes. Y, claro, se reproducen tensiones geoestratégicas, como cuando países como Corea del Norte, Arabia Saudí o Irán ponen la nota pintoresca clasificándose y generando cierta controversia por las políticas de sus dirigentes.

Pero en el fútbol, a diferencia de en la vida real, la gloria o la condena terminan con el pitido final. Al final es sólo un juego, ¿verdad?

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