
El Gobierno ha reavivado el diálogo social en los últimos días. Ha bastado ese poco tiempo para que el debate se topara con un desencuentro de envergadura. En concreto, el Ejecutivo está dispuesto a elevar el Salario Mínimo Interprofesional (SMI), pero no de la manera que los sindicatos propugnan, y que ya se ha plasmado en una proposición de Ley en el Congreso.
Esa iniciativa, impulsada por Podemos (y respaldada por otros partidos), persigue que el SMI, ahora situado en 655 euros mensuales, suba de forma rápida a 800 y termine la legislatura rondando los 1.000. Su propósito es, por tanto, impulsar un alza de más de 300 euros en un plazo de tan solo cuatro años. Para calibrar bien su alcance, debe considerarse que, en el pasado, incrementos de una cuantía semejante tardaron décadas en materializarse.
Lo paulatino de ese proceso tiene una sólida razón de ser, en la medida en que los incrementos del SMI influyen en el conjunto de la negociación colectiva, ya que muchos convenios sectoriales lo toman como referencia. Puede así afirmarse que actúan como incentivos de subidas generales de los salarios. Estas últimas no deben producirse de forma desordenada, por sus efectos inflacionistas.
Pero, en el contexto actual, existen otros posibles perjuicios añadidos. Una subida rápida de los costes laborales constituye la vía más rápida para abortar la fuerte creación de empleo que España muestra desde la penúltima legislatura. Además, como ya advirtió el Banco de España este mes, equivaldría a acabar con las ganancias de competitividad que España logró en lo peor de la crisis.
Ahora la recuperación se ha asentado y es razonable que se planteen subidas del SMI, pero también lo es que se haga evitando toda precipitación y manejando plazos sensatos.