
La leyenda del Rey Canute narra la historia de cómo uno de los primeros monarcas anglosajones enseñó a sus súbditos los límites del poder real. Un día, Canute mandó poner su trono a la orilla del mar y ordenó a la marea que retrocediese. Cuando la marea subió como de costumbre y empapó al monarca, este le dijo a sus cortesanos: "Conoced ahora todos los hombres la vacuidad propia del poder real".
La primera ministra británica Theresa May, cuya consigna es Brexit es Brexit, parece creer que el mensaje de Canute trataba de democracia y no de astronomía. Aunque May se opuso a la retirada del Reino Unido de la Unión Europea, ahora ha adoptado el lema contrario de que "el Brexit sea un éxito porque así lo han querido los votantes".
Qué disparate. Si Gran Bretaña se convierte en el único país europeo, además de Rusia, autoexcluido del mercado único, no prosperará económicamente, quieran lo que quieran sus votantes. La democracia no habría impedido que la marea, impulsada por la gravedad, ahogase al Rey Canute si se hubiera quedado en el trono, y un referéndum no será capaz de revertir la ola de la globalización.
Las empresas lo saben y por eso Gran Bretaña ahora se enfrenta a lo que los economistas llaman la "incertidumbre radical", una situación donde los riesgos no pueden ser cuantificados racionalmente y los cambios de los tipos de interés, impuestos y valores de divisas son en gran medida ineficaces. Como ha observado el Banco de Inglaterra, muchas decisiones de inversiones y contratación se retrasarán ahora hasta que estén claros los términos comerciales del país. Si el Brexit sigue adelante, habrá que esperar años.
Mientras la economía británica se hunde en una recesión y las promesas del Gobierno de un Brexit eficaz y rápido se tornan irrealistas, la opinión pública cambiará. La reducida mayoría parlamentaria de May se verá presionada, cuando menos por los muchos enemigos que se ha labrado purgando a todos los aliados del exprimer ministro David Cameron en el gabinete. Las principales decisiones sobre el Brexit no se tomarán desde Londres sino en Bruselas y en Berlín. Y al tomar esas decisiones, los líderes europeos deben plantearse dos cosas: ¿debería Gran Bretaña conservar las principales ventajas de la membresía de la UE si rechaza sus normas y sus instituciones? Y, ¿es necesario reformar algunas de esas normas e instituciones para que la UE sea más atractiva para los votantes, no solo los británicos sino de toda Europa?
La respuesta a esas dos preguntas está clara. No a la primera, sí a la segunda.
Los líderes de la UE deben presentar una opción inequívoca: o Gran Bretaña sigue siendo miembro de la UE tras negociar reformas adicionales que satisfagan a la opinión pública, o se separa completamente y negocia con la UE desde la misma base que "cualquier país de la Organización Mundial del Comercio, desde Afganistán hasta Zimbabue", que es como el Instituto Británico de Estudios Fiscales describe la alternativa más plausible a la plena adhesión.
Al hacer las condiciones de salida innegociables, mientras ofrece margen de maniobra sobre los términos de su continuidad, Europa podría desviar la atención hacia la segunda cuestión constructiva: ¿puede persuadirse a los votantes de que vuelvan a sentirse a favor con respecto a la UE?
Abordar esta cuestión seriamente centraría la atención en las muchas ventajas tangibles de la membresía de la UE, más allá de las abstracciones tecnocráticas sobre el mercado único: mejoras medioambientales, ayudas rurales, financiación de la ciencia, infraestructuras, educación superior y libertad para vivir y trabajar en toda Europa.
Al excluir opciones intermedias ficticias, como el modelo noruego o sueco, que de todos modos May ha rechazado porque implican la libertad de movimiento de personas, la UE podría dejar inequívocamente claras las implicaciones económicas del Brexit. Londres dejaría de ser la capital financiera de Europa porque las normativas se modificarían deliberadamente para trasladar la actividad empresarial hacia jurisdicciones de la UE. Por ese mismo motivo, muchas industrias exportadoras con sede en el Reino Unido dejarían de ser viables.
Ante este panorama, las empresas a ambos lados del Canal de la Mancha se verían movidas a defender abiertamente la permanencia de Gran Bretaña como miembro pleno de la UE, en lugar de cabildear por lo bajo acuerdos especiales para sus propios sectores. Los medios hasta podrían destacar la absurdidad constitucional de una democracia representativa que acepta el resultado de un referéndum por mayoría escueta como vinculante en las decisiones parlamentarias.
A los nacionalistas de línea dura seguramente les diese igual pero más de un euroescéptico marginal reconsideraría su posición y esa mayoría del 52-48 por ciento del Brexit podría cambiar de bando.
La revocación de la opinión pública sería casi segura si los líderes europeos acataran sinceramente el mensaje de los votantes británicos no facilitando el Brexit sino admitiendo que el referéndum es una llamada a la acción para reformar la UE.
Supongamos que los líderes de la UE invitasen al Gobierno británico a negociar las políticas que dominaron el referéndum y que alimentan el resentimiento en otros países europeos: la pérdida de control local de la inmigración, el traslado de poder de los parlamentos nacionales a Bruselas y la erosión de unos modelos sociales que dependen de unos vínculos fuertes de la ciudadanía y de un estado del bienestar.
Imagine, por ejemplo, que los líderes europeos respaldaran la propuesta reciente de Dinamarca de permitir que los gobiernos nacionales diferencien entre los subsidios sociales a ciudadanos y a inmigrantes recientes, o que se extendiera por toda Europa el plan suizo de un ?freno de emergencia? a las olas repentinas de inmigración. Imagine que se relajara el presupuesto contraproductivo y la normativa bancaria que han sofocado al sur de Europa. Y que la UE reconociera que la centralización de poder se ha pasado de la raya y zanjase el impulso de "una unión más unida".
Esas reformas son impensables en Bruselas porque exigirían cambios en los tratados y los votantes podrían rechazarlas, aunque el electorado que se opuso a los tratados de la UE de centralización de poder seguramente estaría a favor de unas reformas que restaurasen la autoridad de los parlamentos nacionales. El verdadero obstáculo de la reforma no es la dificultad de cambiar los tratados sino la resistencia burocrática a la cesión de poder.
La Comisión Europea sigue estando obsesionada con defender el acquis communautaire, la colección de poderes ?adquiridos? por la unión, que la doctrina europea dicta que nunca deben devolverse a los estados. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión, y su jefe de personal Martin Selmayr, incluso se han alegrado del Brexit como una oportunidad para "reforzar el acquis" y centralizar el poder aun más.
Juncker, al igual que May, debería recordar al rey Canute La marea de la democracia natural sube por toda Europa y los eslóganes de "una unión más unida" no la van a cambiar. Los líderes europeos deben aceptar la realidad si no quieren ver cómo Europa se hunde.