Opinión

La igualdad como valor

La idea de la búsqueda de la igualdad como valor absoluto, o al menos principal, no sólo es una mera cuestión de moda, ni las simpatías hacia ella se desbordan a raíz del famoso libro de Piketty; creo que más bien es al contrario: se trata, posiblemente, de un recuerdo, una reminiscencia cuasibiológica de nuestras experiencias más primitivas, más remotas y salvajes, que durante decenas de miles de años nos condujeron a buscar seguridad, protección y bienestar en el ámbito de la tribu o de grupos más cohesionados y simples, donde las diferencias existentes, que alguna había, eran menores y para muy pocos.

Así, el libro de Piketty simplemente habría venido a responder a esas exigencias o aspiraciones que encontraríamos en nuestra memoria más atávica. Aunque considero que también responde al típico planteamiento del pensamiento de izquierdas, sobre todo marxista, que precisa de procesos de disgregación o dicotomía de la sociedad en grupos, en clases, enfrentados o en conflicto (capitalistas y trabajadores, ricos y pobres, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, preocupados o desentendidos por el medio ambiente, generosos y egoístas... ¡Como si varias de esas condiciones no pudieran producirse por igual en las mismas personas y como si no hubiese procesos de cooperación continuos entre las personas para afrontar y resolver dichas situaciones) y todo ello con el fin de presentarse dicha ideología como solución a esos conflictos, siempre mediante la desaparición de tales diferencias o desigualdades. Y, por supuesto, en la creencia de que la ley, el BOE, todo lo solventa.

Sin embargo, en las sociedades modernas, abiertas, libres, donde casi nadie (nada es perfecto en este mundo) saca el padrón o pide el carné para saber qué, de quién o de dónde eres, qué haces o a qué te dedicas y donde cada uno vale por lo que aporta al resto mediante su especialización de tareas o funciones; en esas sociedades que no requieren ni tienen objetivos comunes (como a veces solicitan los políticos), sino reglas comunes y en las que cada cual, siguiendo o ajustándose a dichas reglas, busca de la mejor manera que considera posible su felicidad; en esas sociedades, se manifiestan diferencias entre las personas que, lejos de constituir una rémora para el crecimiento, el progreso o la mejora de los individuos que componen la sociedad, suponen una mayor riqueza y diversidad. Y es que, por más que algunos se empeñen en cercenar, impedir u obstaculizar las iniciativas y decisiones particulares, diferentes, variadas y complejas, las personas no somos iguales y no producimos resultados iguales.

Como estableció Adam Smith en sus escritos, las personas no buscamos igualarnos a los demás; no procuramos ser iguales a los demás sino que procuramos mejorar nuestras vidas, aumentar nuestra felicidad, y la de los nuestros. Y cuando imitamos a quienes consideramos dignos de ello es con ese fin de ser mejores o de mejorar, nosotros y los nuestros (póngase descendientes, familia, vecinos, municipio, la humanidad...). La búsqueda del propio interés en Smith, a diferencia de lo que circula como lugar común, no es una fuerza destructiva; no es codicia, narcisismo ni, en definitiva, egoísmo (selfish o selfishness). No son esos los términos que aparecen, por cierto con mucha menor frecuencia de lo que se considera, en su Riqueza de las naciones, ni la idea que se desprende de sus textos. Esto no excluye que los seres humanos actuemos en ocasiones movidos por tales impulsos destructivos, que no son los que guían los principios del sistema de libertad natural de Smith.

Pero cuando así sucede, cuando el libre albedrío se troca en libertinaje, Smith cuenta con las instituciones de todo pelaje, entre las que se encuentra el Estado como una fundamental. Así pues, la idea de Smith es que procuramos ser mejores (también en términos morales), no iguales.

Pero en cuanto aparece un informe o información que atañe o menta la desigualdad, los medios, las tertulias, las publicaciones fijan sus miradas con comentarios y conclusiones, más o menos radicales, siempre dirigidas a emitir la idea de que la pobreza ha empeorado en el tiempo. Y lamento aguar la fiesta del derrotismo, la tristeza, la melancolía o lo que proporciona noticias y lectores, pero hoy hay menos pobreza y menos pobres en el mundo, en términos relativos y me atrevo a afirmar que también en términos absolutos, que a principios de siglo, que en los años cincuenta del siglo XX o a primeros de ese siglo, que en el XIX o que en el XVIII y, así, hacia atrás. Lo que no exime ni impide momentos precisos o concretos de fluctuaciones al alza o a la baja en este proceso secular. Pero hoy la pobreza es menor y, todo hay que decirlo, gracias al vituperado sistema de mercado que actúa de forma renqueante y refrenada debido a las autoridades, aunque no en todos los países.

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