
L a economía española atraviesa por una especie de círculo virtuoso que le llevará este año a crecer alrededor del 3 por ciento, como recordó esta semana Luis de Guindos. En estos momentos, coinciden en el tiempo tres factores que la impulsan: la caída del petróleo, la del euro y una inyección de dinero sin precedentes por parte del Banco Central Europeo (BCE), como ya sabemos.
Pero ¿cuánto van a pervivir estos factores?, ¿han llegado para quedarse o se trata de elementos fortuitos y poco duraderos? La evolución es siempre difícil de predecir, pero todo apunta a que el ciclo expansivo se prolongará durante 2015 y 2016 y tendrá dificultades para continuar a partir de esa fecha. En septiembre de 2016 se acaba el programa de expansión cuantitativa del BCE, al igual que ocurrió en Estados Unidos a fines del año pasado, lo que nos da una pista sobre el futuro.
La conclusión, a simple vista, es que tenemos aproximadamente dos años para erradicar los desequilibrios y acometer los ajustes antes de comenzar a andar solos de nuevo. ¿A qué ajustes me refiero? En primer lugar, a la reducción del tamaño de las administraciones, de la cosa del Estado. El porcentaje de gasto público en relación al Producto Interior Bruto (PIB) ronda en la actualidad el 43 por ciento, con un incremento de alrededor de 8 puntos en relación al comienzo de la crisis. Las dificultades de estos últimos años se saldaron con un aumento del recurso al dinero público, en lugar de con un recorte, como puede dar la impresión por la cantidad de protestas contra los ajustes promovidas por diversos colectivos sociales.
Ya tenemos identificado el primer gran problema. El número de funcionarios se redujo en torno a medio millón (casi el 20 por ciento), como presume el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. Pero la compleja madeja de organismos, entes y empresas públicas adelgaza al ralentí. Mantenemos una pesada y costosa maquinaria pública, que tenderá a recuperar su tamaño en cuanto las cosas marchen bien.
Las autonomías rebasaron el objetivo de déficit en 2014 y se han superado a sí mismas con un desajuste de un punto y medio superior al objetivo establecido durante el primer trimestre del año. Además, Montoro no consigue meter en cintura su morosidad, que repunta pese al plan de proveedores. Casi cuatro años después de su puesta en funcionamiento, la gran mayoría de los gobiernos autonómicos son incapaces de pagar sus propias facturas. Siguen recurriendo a la ayuda del Gobierno, que se hace cargo hasta del abono de la deuda autonómica y les perdona los intereses para rebajar los costes. ¿Dónde quedaron las promesas de austeridad?
Digamos la verdad. La mayor parte del recorte de costes proviene de la reducción de los intereses de la deuda pública, aproximadamente a la mitad, gracias a la pujante política monetaria de Mario Draghi. Y el resto procede de la merma del desempleo y de los crecientes ingresos fiscales por la mayor actividad económica. Con un símil de Semana Santa, se podría afirmar que la Santísima Trinidad (las caídas del euro y del petróleo, sumadas a la inyección monetaria europea) obró la resurrección de la economía. Sólo el descenso del crudo incrementará en más de un punto la actividad económica.
Otra muestra del insuficiente control de los gastos es la deuda pública. Se triplicó desde los primeros año del Gobierno de Zapatero, al pasar de poco más de un tercio sobre el PIB a superar el cien por cien.
A nadie debe de escapársele que toda esta desmesura de lo público la sufragamos entre todos vía impuestos. Montoro recortó una parte de los gravámenes que había introducido a comienzos de la legislatura y prevé volver a reducirlos el año que viene, si gobierna. Aún así, los impuestos estarán más altos a finales de 2016 que cuando Rajoy ganó las elecciones.
La rebaja de las cotizaciones a la Seguridad Social, la principal reivindicación de las empresas para crear empleo, fue un sueño de verano efímero. El paro produjo un agujero de más de 15.000 millones en la Seguridad Social, que tardará años en repararse.
No hay que confundir los impuestos con la presión fiscal, que es menor debido a que se redujo el número de cotizantes y, por ende, la aportación media al Fisco. El efecto perverso es que los que seguimos en activo tenemos que apechugar con todo el coste de la Administración, con lo que tocamos a pagar más. Al alza del IRPF en estos últimos años, hay que sumar la de todo tipo de tasas autonómicas o municipales.
Otra mentirijilla sobre la economía española es la de la productividad. Es cierto que ésta mejoró, pero como en el caso de la presión fiscal, se debe a que las empresas redujeron al máximo sus plantillas y contuvieron los costes laborales. ¿Lograrán los empresarios mantenerlos a raya cuando las cosas mejoren?
Sí, eso que tanto se oye por ahí es cierto: España es una economía low cost. La gran crisis redujo los costes laborales, pero no sirvió, salvo honradas excepciones, para mejorar la calidad de los servicios y productos españoles. Por eso, se produjo un incremento de las desigualdades sociales, entre los que sufren una depreciación salarial o directamente se quedaron sin empleo (la gran mayoría) y los que mantienen su estatus.
Ahora se vuelve a crear empleo, pero como no se cambió el modelo productivo, es trabajo de baja calidad, como el que teníamos antes o más barato, y ligado a dos de los motores tradicionales: el turismo y la construcción. Existen otras industrias, como la del motor, la química o la agroalimentaria, con empleo de mayor calidad, pero tardarán en asentarse.
Otra de las verdades a medias es la exportación. En los años duros logramos borrar el déficit comercial por la mejora de la competitividad y los productos baratos, pero hemos vuelto a los números rojos. El Gobierno cree que jamás serán tan sangrantes como antaño y lleva razón, aunque en ello influye sobremanera el desplome del crudo, que ahora es más asequible. Además, los principales mercados exteriores son Francia y Alemania. Con lo que cuando Europa se constipa, aquí agarramos un resfriado de caballo. La presencia en Asia es mínima, al igual que en Estados Unidos.
Entonces, se preguntarán ustedes, por qué dice el Gobierno que España va bien y las grandes capitales europeas corroboran esta impresión. Porque hemos hecho los deberes, pero a medias, nos queda completarlos. Es destacable la contención de los costes gracias a la reforma laboral, que nos devolvió la competitividad perdida. También es importante la reforma financiera, que salvó al país entero del colapso.
El rescate de los bancos es impopular, pero estos son como el corazón para un ser humano, si deja de bombear sangre, el equivalente al crédito, se paraliza todo. El error fue empeñarse en salvar a todas las entidades, en lugar de concentrarse en las que podían arrastrar a la economía.
Por eso, en estos momentos es vital que los bancos vuelvan a prestar. La vuelta del crédito, sustentado gracias a que el BCE les regala el dinero y encima les compra la deuda a precios de chollo, debería abrir una etapa más próspera. Como ven, Draghi, más que Rajoy, es el causante de la mejora de las condiciones económicas.
El Gobierno aparcó las reformas a la vista del intenso calendario electoral y los augurios del voto de castigo a su gestión y está tentado de volver a sacar la chequera, como ha hecho ya en algunas ocasiones. Comprenderán el riesgo que corremos, si la parálisis actual se perpetúa en el futuro con un Gobierno fruto de los cambalaches electorales.