
EEUU se está planteando aprobar leyes que sometan al banco central a la auditoría del Gobierno.
La Reserva Federal (Fed) está siendo atacada. Las dos cámaras legislativas barajan aprobar leyes que sometan al banco central estadounidense a la auditoría de la Oficina Contable del Gobierno. También se están considerando leyes que ceñirían la fijación del tipo de interés del Fed a una fórmula predeterminada.
Quien no se haya percatado del tiroteo no tiene más que escuchar el interrogatorio que recibió la presidenta del Fed, Janet Yellen, hace poco en Capitol Hill. Varios miembros del Congreso la criticaron por reunirse en privado con el presidente y el secretario del Tesoro, y denunciaron que se metiera en asuntos tangenciales a la política monetaria.
Otros, como el presidente saliente de la Fed de Dallas, Richard Fisher, han embestido contra el papel especial del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. A raíz de las importantes responsabilidades reguladoras de la Fed y debido a su proximidad con la Secretaría del Tesoro, su presidente tiene plaza fija en el Comité Federal del Mercado Abierto, el organismo que establece los tipos de interés de referencia de la Fed. Los detractores advierten de que esto privilegia a Wall Street en el funcionamiento del sistema monetario.
Por último, algunos se quejan de que los banqueros dominen las juntas directivas de las reservas regionales, como zorros guardando el gallinero.
Las críticas son efecto de la gran crisis financiera que acaba de atravesar el país, en la que el Fed ha tomado varias medidas extraordinarias. Colaboró en el rescate de Bear Stearns, los prestamistas hipotecarios respaldados por el gobierno Freddie Mac y Fannie Mae, y el gigante asegurador AIG. Amplió las líneas de canje de dólares, no solo al Banco de Inglaterra y al Banco Central Europeo, sino también a los bancos centrales de México, Brasil, Corea y Singapur. Y se embarcó en una expansión sin precedentes de su balance denominada flexibilización cuantitativa.
Fueron decisiones controvertidas y su conveniencia se ha puesto en tela de juicio, como debe ser en democracia. Por su parte, los directivos de la Fed han querido justificar sus acciones, que es también como debe funcionar una democracia.
Sobran los precedentes de una reacción parlamentaria. La última vez que Estados Unidos sufrió una crisis de esta magnitud, en los años treinta, el sistema de la Reserva Federal también se sometió al escrutinio del Congreso. El resultado fue la ley Glass-Steagall de 1932 y 1933, que dio más margen de préstamos a lA Fed, y la ley de la reserva de oro de 1934, que le permitió hacer caso omiso a las normas previas sobre el estándar basado en este metal.
La ley bancaria de 1935, modificada en 1942, transfirió el poder de los bancos de la reserva a la junta de Washington DC, y confirmó el papel especial de la Fed de Nueva York.
Las reformas reflejaban el consenso abrumador acerca de que la Fed había abandonado el cumplimiento de sus obligaciones: no pudo impedir que la oferta monetaria se contrajese en las primeras fases de la gran depresión; descuidó sus responsabilidades de prestamista de urgencia y permitió que el sistema bancario se hundiera. Cuando la estabilidad financiera pendió de un hilo en 1933, el fracaso de la colaboración de los bancos de la Reserva hizo imposible tomar medidas efectivas.
Dada tamaña incompetencia, no sorprende que las reformas siguientes fueran de gran alcance, aunque precisamente en la dirección opuesta a los cambios que se proponen hoy: menos límites a la discreción de los responsables políticos, más poder para la junta y un papel más amplio para la Fed de Nueva York, todo ello para que el sistema monetario reaccionase con mayor rapidez y solidez a las crisis. En otras palabras, no está claro en absoluto que la respuesta correcta a la última crisis sea una media vuelta en seco.
En último término, que los cambios importantes estén justificados o no debería depender de si fueron realmente las intervenciones del banco central las que agravaron la última crisis, como ocurrió en los años treinta. Curiosamente, los críticos de la Fed no han especificado cuáles son exactamente los errores de la institución y en lo que sí se han mostrado específicos, como la acusación de que fomentase la inflación, se equivocan de pleno.
Los directivos de la Fed, por su parte, deben justificar mejor sus acciones. Aunque preferirían no discutir sin fin los sucesos de 2008, las críticas continuas sugieren que sus decisiones siguen sin comprenderse y deben esforzarse más por hacerse entender.
Además, los directivos de la Fed deben evitar entrometerse en asuntos relacionados solo oblicuamente con la política monetaria. Su mandato es mantener la estabilidad de los precios y las finanzas, y el empleo máximo. Cuanto más intensamente se centren los gobernadores de la Fed en sus responsabilidades básicas, más inclinados estarán los políticos a respetar su independencia.
Por último, los directivos de la Fed deben reconocer que, al menos parte de las críticas, tienen algo de razón. Por ejemplo, eliminar el derecho de los bancos comerciales a elegir la mayoría de cada junta de los bancos de la reserva sería un paso útil hacia una mayor apertura y diversidad.
El sistema de la Reserva Federal ha sido siempre un trabajo aún en desarrollo. Lo que el país necesita ahora es avanzar en la dirección correcta.