Casos como el de las preferentes se habrían evitado con una buena Ley de Transparencia.
Es urgente e inaplazable restablecer la salud institucional de nuestro país. Si no abordamos una profunda estrategia de reformas institucionales, nuestro futuro será extremadamente frágil. Si las reformas económicas son imprescindibles, no lo deben ser menos las que debe protagonizar el Estado a través de las instituciones, empezando por el Gobierno mismo y las Administraciones. Tenemos claro el objetivo de las reformas, han de orientarse a despejar las sombras de arbitrariedad, falta de transparencia, burocracia e ineficiencia que en estos momentos no sólo dificultan la capacidad competitiva de España, sino que impiden a los ciudadanos reconocerse en sus instituciones. De esto es lo que trata la Ley de Transparencia.
El pronunciamiento probablemente lo suscribamos todos, pero no es mío, es el discurso de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, en el debate del Congreso sobre la Ley de Transparencia.
Hasta ahora, los únicos principios de buen Gobierno que existían en la Administración son un conjunto de recomendaciones. Prueba de esta falta de transparencia es el hecho de que, según un estudio reciente realizado por el Consejo General de Economistas y la Fundación Fiasep, de todas las entidades públicas existentes en España, únicamente se auditan 1.719, sobre un total de 20.630, es decir, el 8 por ciento. Desglosado, sólo es auditado el 5 por ciento del sector público, el 29 por ciento del autonómico y el 65 por ciento del estatal.
Peor aún. En el conjunto de la Administración, sólo el 40,81 por ciento del sector público autonómico y el 31 por ciento del municipal presentó su contabilidad oficial en 2011. Es decir, que más de la mitad del sector público autonómico y dos tercios del municipal no presenta resultados. Si tenemos en consideración que el gasto público representa alrededor del 47 por ciento del PIB, entenderán la importancia que cobra que las Administraciones rindan cuentas claras.
Después de estas cifras, quizá no les sorprendan escándalos como el dinero para los ERE en Andalucía o el mal uso que algunas patronales hacen del dinero para los cursos de formación en Madrid. Es necesario un mayor control y transparencia tanto sobre las subvenciones, como en los contratos de las Administraciones, así como sobre el patrimonio de los gestores. Por su cuantía mil millonaria, es llamativo cómo se han dado hasta ahora los grandes contratos públicos de infraestructuras. De las informaciones que vamos conociendo, uno puede deducir que, en muchas ocasiones, había un reparto de éstos entre las constructoras y la Administración. De esta manera, se tiraban los precios de la puja, para posteriormente modificar la cuantía al alza con cualquier excusa.
La práctica difiere radicalmente, por ejemplo, de la construcción del Canal de Panamá. La Autoridad del Canal tiene prohibido modificar la cuantía por la que se otorgó. Cualquier cambio está sujeto a la decisión de tribunales de arbitraje, primero nacionales y luego internacionales.
Un exponente reciente de estos modificados es el almacén de gas Castor, situado frente a la costa de Vinaroz, en Castellón. El depósito fue presupuestado en 600 millones, mientras que una auditoría reciente del grupo constructor evalúa su coste en 1.400 millones. Otro aún más preocupante son las autopistas de peaje de acceso a Madrid, la que une la capital de España con Toledo o la que va de Cartagena a Vera, en Almería.
Las empresas gestoras de estas autopistas han ido poco a poco a concurso, como saben, porque los tráficos alcanzados son aproximadamente la mitad de los previstos. Pero en lugar de asumir las pérdidas por su error de cálculo, será el Estado quien cargue con las deudas debido a un acuerdo por el que éste asumía la Responsabilidad Patrimonial (RPA) en caso de quiebra. Es decir, que si el negocio va bien, es de las empresas adjudicatarias, pero si no funciona, lo pagamos entre todos.
¿Saben cuanto puede costarnos la broma? Pues la responsabilidad patrimonial asciende a 3.500 millones, a lo que hay que sumar otros 1.200 millones por las expropiaciones pendientes de pago, es decir, 4.700 millones. Entre el Castor y las autopistas de peaje, el coste suma 6.100 millones, una cuantía que supera el conjunto del déficit de las Administraciones Públicas permitido este año. Si tenemos que asumir este agujero, el objetivo de déficit duplicará al previsto, y España puede situarse de nuevo al borde del rescate, como hace un par de años.
¿Por qué lo opinión pública no conoció los términos ventajosos de estos contratos hasta que las empresas están al borde de quebrar?, ¿quiénes son sus responsables públicos? En el Castor fue el exministro de Industria socialista, Miguel Sebastián, y en las autopistas, el ex titular de Fomento del PP, Francisco Álvarez Cascos.
Aquí surge otro de los temas polémicos: ¿qué responsabilidad tiene un cargo público por los errores cometidos en su gestión cuando haya despilfarro o un grave perjuicio para la comunidad a la que pretende servir? No se prevé delito penal ni ningún tipo de sanción económica. Sólo un juez puede pedir una condena o una indemnización, como ocurre con la exconsejera andaluza de Hacienda, Magdalena Álvarez, por el caso de los ERE. La sanción más grave prevista en la nueva ley es la imposibilidad de presentarse a la reelección de un cargo público durante cinco años.
El Gobierno rectificó el primer borrador para incluir a sindicatos, partidos políticos y la Casa Real. Asimismo, estarán las instituciones que reciben subvenciones públicas superiores a medio millón de euros, como las fundaciones de los partidos políticos. Pero la obligación de transparencia no obliga a dar al detalle sobre cada contrato que éstos obtienen, como se ha visto en las primeras cuentas difundidas por los sindicatos.
En el caso Aneri, la patronal madrileña alega que jamás se le exigió un control efectivo del uso del dinero destinado a cursos de formación. La Comunidad de Madrid tampoco los supervisó y sólo el Tribunal de Cuentas detectó, varios años después, las presuntas irregularidades.
Se me ocurre el nombre de varios exgobernantes que deberían haber respondido ante la Justicia. El primero, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, quien autorizó sin una información pública adecuada la emisión de participaciones preferentes por parte de las antiguas cajas de ahorros. Ordóñez es el culpable de que miles de familias españolas se hayan quedado sin el ahorro de sus vidas. Pero jamás ha sido imputado por un juez y cuando fue a dar explicaciones al Congreso, se limitó a señalar que "nadie podía prever la crisis que vino después".
Mentira y gorda, porque varias instituciones internacionales como el Fondo Monetario advirtieron del efecto tsunami que acarrearía la crisis de las hipotecas basura o subprime americana en países con una burbuja inmobiliaria, como España. Todo esto, quizá se podría haber evitado con una buena Ley de Transparencia. Para colmo de males, la Administración seguirá siendo juez y parte, ya que la vigilancia sobre la aplicación de la normativa queda en manos de un nuevo Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, cuyos miembros y su presidente son elegidos por mayoría simple en el Parlamento.
El Gobierno invocó la competencia exclusiva sólo para establecer las bases comunes de la Ley, lo que abre la puerta, como así está ocurriendo ya en Andalucía y en otros autonomías, a 17 regulaciones diferentes y probablemente a 17 consejos de Transparencia y Buen Gobierno autonómicos. Una entidad que puede duplicar en ocasiones la función del Tribual de Cuentas, que tarda una media de cinco años en emitir sus informes.
Estamos ante otra oportunidad perdida para enderezar el funcionamiento de las Administraciones Públicas y acabar con la corrupción. Un reciente estudio de la Comisión Europea señala a España como el país más corrupto según sus ciudadanos, seguido de Italia. El 97 por ciento de la población ve corruptos a los políticos, seguidos del 95 por ciento de los italianos. Una percepción que frena la recuperación y la inversión extranjera en España.