
Las pensiones han sufrido importantes variaciones por culpa de la grave crsisi económica.
El Pacto de Toledo de abril de 1995, firmado en las postrimerías de la larga presidencia de Felipe González como consecuencia de una proposición no de ley de CiU, fue un logro magnífico del sistema democrático, que pretendió -y logró considerablemente- sustraer el sistema de pensiones del debate político, poniendo fin relativamente a un escandaloso pugilato de seducción de los pensionistas en cada campaña electoral. Además, los firmantes del pacto suscribieron una quincena de recomendaciones que sentaron las bases del modelo.
En 1996, al término de una crisis económica de cierta envergadura, ganó las elecciones José María Aznar, y aquel gobierno, con Rato al frente del equipo económico, ultimó las reformas estructurales ya en marcha que nos permitirían ingresar en el euro y abordó, entre otras, la reforma del sistema de pensiones de acuerdo con los postulados del Pacto de Toledo. El resultado fue la ley 24/1997, de consolidación y racionalización del Sistema de Seguridad Social, que el Ejecutivo negoció con los agentes sociales. Entre otros criterios, la ley establecía que las pensiones no contributivas serían financiadas con cargo a los presupuestos generales del Estado, creaba el Fondo de Reserva para prevenir contingencias e introducía en la Ley General de la Seguridad Social la revalorización automática de las pensiones con respecto a la inflación. Era una ley pletórica, propia de momentos de euforia, en un país orgulloso de pertenecer a Europa y consciente de su propia prosperidad.
Desde 1996 hasta la llegada de la crisis de 2008, las pensiones fueron revalorizándose año tras año algo por encima de la inflación, y se acumuló un cuantioso fondo de reserva, por decisión tanto de Aznar como de Zapatero. Pero sobrevino la gran recesión, que llevó al sistema de pensiones a una situación de déficit (0,24 por ciento del PIB en 2011 y 1 por ciento del PIB el 2012). No es extraño que haya sido así ya que la relación entre cotizantes al sistema (excepto los cotizantes desempleados) y el número de pensionistas ha evolucionado desde 2,5 en 2007 a 2,1 en diciembre de 2011 y a algo menos de 2 a finales de 2012. La reforma de 2011 -consensuada con los agentes sociales y plasmada en la Ley 27/2011 de 1 de agosto, sobre actualización, adecuación y modernización del sistema de Seguridad Social- representaba un baño de realismo que retrasaba la jubilación paulatinamente hasta los 67 años, desincentivaba la jubilación anticipada e introducía un factor de sostenibilidad que entraría en vigor en 2027 y actuaría por primera vez en 2032. El ajuste se haría por la vía del reforzamiento de la contributividad del sistema ajustando las cotizaciones realizadas a las prestaciones.
La envergadura de la crisis ha sido sin embargo muy superior a la esperada, y el régimen de previsión social español, que es de reparto, ha requerido, además de reducciones significativas de los incrementos anuales -el propio Zapatero congeló los aumentos, salvo para las pensiones más bajas, en su célebre paquete de medidas de 2011-, importantes aportaciones del Fondo de Reserva y de los fondos mutualistas. Y el Gobierno Rajoy encargó a una comisión de expertos, presidida por Víctor Pérez Díaz, un dictamen sobre la situación del sistema y las reformas adecuadas. Las conclusiones fueron, en síntesis, la puesta en marcha cuando antes de un factor de sostenibilidad, ligado a la demografía y al empleo, que modulara los incrementos/decrementos anuales dentro de un límite máximo y otro mínimo. Finalmente, el Gobierno ha efectuado una propuesta que propone introducir el factor de sostenibilidad a partir de 2018, y con unos límites de los incrementos retributivos anuales entre el +0,25 por ciento del PIB y el IPC+0,25 por ciento. De este modo, las pensiones no bajarán en términos absolutos, aunque podrán perder año tras año poder adquisitivo.
Esta reforma llega sin embargo cuando ya se ve la luz al final de túnel, y aunque el paro es todavía exorbitante y todo indica que tardaremos años en llegar a magnitudes manejables de desempleo, ya no está extendido el mismo pesimismo que todavía nos embargaba en 2012, cuando nos hallábamos aún en plena cuesta abajo. Y con esta nueva disposición psicológica menos pesimista, hay que preguntarse con la debida serenidad si este país tiene realmente que renunciar a la actualización automática de las pensiones. El desistimiento de tal objetivo representaría, obviamente, admitir que el porvenir de los pensionistas, y de los activos que acabaremos siéndolo, se irá deteriorando con el paso del tiempo sin que haya mecanismos de control que lo impidan.
Es evidente que la sostenibilidad del sistema no sólo puede lograrse reduciendo las prestaciones: también incrementando las contribuciones -las cuotas de asalariados y empresarios-, estableciendo una participación de los presupuestos públicos en el presupuesto de la Seguridad Social e incrementando la cuantía del Fondo de Reserva, de forma que sea capaz de salvar los períodos críticos, las fases recesivas de los ciclos económicos. Muchos pensamos, en fin, que no es propio de un Estado pujante, social y democrático, establecer por ley la posibilidad de que los pensionistas futuros vean mermado su nivel de vida.