Para los viejos partidos, es mucho mejor vivir de subvenciones que de sus afiliados.
Comencemos por una idea y un hecho. La idea es que la mejor financiación de un partido democrático, por transparente, responsable y participativa, es la autofinanciación a base de las aportaciones de afiliados y simpatizantes. El hecho, que nadie sabe en realidad cuánto cuesta un partido nacional en España -ingresos y gastos totales- ni, por tanto, cómo se financia. La excepción es UPyD, que publica su memoria de ingresos y gastos en su web.
La autofinanciación es, hoy en día, utópica. Y no sólo por la crisis, sino por la historia reciente de los partidos. La Transición tuvo que improvisar a toda prisa partidos políticos que permitieran las elecciones y la gobernabilidad de España. El franquismo dejó un páramo en el que sólo había un partido digno de ese nombre, el PCE, más docenas de grupitos de extrema izquierda y algunas siglas históricas sin casi capital humano ni monetario, como el PSOE y, algo mejor, el PNV, los supervivientes de la debacle republicana. Se improvisó con dinero público y aportaciones de correligionarios extranjeros socialdemócratas, comunistas, liberales o demócrata-cristianos. Naturalmente, con cero transparencia y bajísimas exigencias para reclutar afiliados y candidatos: España tenía una sociedad civil anémica sin experiencia democrática.
Salió bien, pero los partidos se acomodaron a la excepcionalidad y la convirtieron en un traje hecho a medida: vivir de donaciones ilegales y subvenciones públicas, con autofinanciación marginal y sin ninguna transparencia, cobijando la corrupción y practicándola para financiarse. Naturalmente, ese delictivo modus operandi ha contaminado la democracia a través de las instituciones que controlan.
A finales de 2012 se aprobó en el Congreso una nueva Ley de Financiación que ha corregido algunos vacíos legales. Los partidos estarán obligados a presentar sus cuentas en su web, y el Tribunal de Cuentas podrá sancionar las irregularidades a costa de las subvenciones. Bien, pero quedan lagunas: sólo conoceremos la contabilidad de la organización central, no las de las agrupaciones locales. Este detalle seguirá impidiendo saber en detalle lo que ingresa y gasta un partido en una campaña electoral compuesta de miles de actos y gastos locales. Y la financiación ilegal sigue sin ser un tipo penal. La ley nunca ha impedido a un partido político buscar su autofinanciación o exhibir sus cuentas: el mío, UPyD, lo lleva haciendo desde 2008, con detalle y de la totalidad de la organización. La reciente publicación de las cuentas del PP, a cuenta del caso Bárcenas, es muy insuficiente, y de los demás nada sabemos. Tanta resistencia a un cambio necesario y urgente no sólo revela una mentalidad opaca poco democrática, sino que augura problemas al cumplimiento de la Ley de Financiación (que será de nuevo papel mojado si el Tribunal de Cuentas no es realmente independiente, en vez de estar nombrado por quienes debe controlar).
La autofinanciación es el otro capítulo de esta historia. Lamentablemente, hoy es un objetivo casi quimérico. La crisis ha retraído la escasa propensión ciudadana a afiliarse a un partido. Padecemos una tradición histórica de irresponsabilidad, que todo lo espera del Estado, y también la pésima imagen colectiva de los partidos, que no han hecho nada por atraer e implicar a los ciudadanos. En realidad, para los viejos partidos es mucho mejor vivir de subvenciones, que ellos mismos aprueban, que estar en manos de cientos de miles de afiliados que aporten una cuota suficiente -no sólo simbólica, o para participar en una elección interna- y exijan a cambio responsabilidad, calidad, transparencia y dación de cuentas. Es lo que ha permitido a PP, PSOE, CiU y compañía convertirse en oligopolios cada vez más ajenos a la ciudadanía.
En resumen, es indispensable profundizar en las normas de transparencia y dación de cuentas, pública y obligatoria: esto redundará en la indispensable democratización de los propios partidos. Pero todavía estamos muy lejos de tener reguladores independientes que vigilen el cumplimiento de estos objetivos. Y, por supuesto, debemos incentivar la autofinanciación, tanto reduciendo las subvenciones a partidos y fundaciones asociadas -se ha hecho, pero por la crisis- como, quizás, estableciendo un mínimo obligatorio de ingresos propios incentivados con más ventajas fiscales, con la vista puesta en mejorar de verdad la autofinanciación. También se deben regular y reducir el coste de las campañas electorales, subvencionadas o no, y quizás el tamaño del aparato de liberados. Como se ve, queda mucho por hacer.