
Los resultados de la primera ronda de elecciones en Francia, la ruptura de la coalición de Gobierno en Holanda (que probablemente desembocará en nuevos comicios), los comentarios de los políticos griegos previos a la próxima cita con las urnas en ese país y, en nuestro país, la derrota del partido del Gobierno en las elecciones andaluzas sólo dos meses después de haber alcanzado mayoría absoluta en las generales no pueden pasar desapercibidos por el resto de los políticos europeos.
Los votantes y partidos de un gran número de países se resisten a aceptar un régimen de austeridad que lleva al empobrecimiento y a la pérdida de logros sociales alcanzados con esfuerzo.
Estamos a las puertas de una rebelión contra las normas impuestas por el Gobierno alemán y apoyadas por el Bundesbank en el BCE. Si se confirma definitivamente el triunfo de Hollande en Francia, si en los Países Bajos se decide no cumplir los objetivos de déficit presupuestario y si Grecia no tiene más remedio que salirse del euro, las voces se alzarán en contra de las políticas de austeridad que, de momento, no han conseguido más que empobrecernos más. Si se tiene voluntad política de continuar con la UE y con el euro, se tendrán que modificar las normas para que el sistema funcione.
¿Tendría sentido un cambio de rumbo en las políticas económicas europeas tan radical? En mi opinión, sí.
Distintos pacientes, distintos tratamientos
Asumiendo que hemos partido con un presupuesto que puede ser calificado de erróneo o insuficiente, como es el de crear una zona monetaria común con países de muy diferentes características económicas y careciendo de lo esencial -un poder fiscal unificado-, que ha impedido realizar las transferencias de riqueza necesarias para llevar a cabo los ajustes requeridos en épocas de crisis como la actual, se debería empezar reconociendo la carencia e implementar diferentes medidas fiscales en cada una de las zonas o países europeos con el objetivo de lograr el equilibrio económico que requiere el hecho de compartir la misma moneda.
Justo lo contrario de lo que se pretende actualmente. Lo que no tiene sentido y se aleja peligrosamente de la racionalidad es aplicar el mismo tratamiento al paciente que sufre de una indigestión que al que tiene anemia. Uno de los dos lo va a pasar mal.
En el caso de España, cada vez es más evidente que nuestros males no provienen de un exceso de endeudamiento público. Estamos en las portadas de todos los periódicos económicos del mundo y no hay un solo artículo de la crisis europea en que no se hable de nuestro país. Casi todos ellos hacen referencia al interés del mercado por conocer la capacidad del Gobierno para controlar el gasto público -sobre todo el de las comunidades autónomas, que se han convertido en desafortunadas protagonistas de actualidad-. Sin embargo, esta apreciación puede no ser exacta en su totalidad. A los inversores no les preocupa tanto que el Gobierno cumpla con sus recortes como que sea capaz de acabar con la recesión.
En los últimos días se han escrito interesantes comentarios de prestigiosos economistas, ilustrados con cifras, que nos indican que la carga de deuda que frena el crecimiento en España proviene del sector privado, de las familias y de las empresas. La Administración Pública debe 751.000 millones, un 70% del PIB español, porcentaje muy por debajo de la media europea y cercano al 60 por ciento, el nivel de los criterios de convergencia. Sin embargo la deuda acumulada por empresas y familias asciende a 2,122 billones, por encima del 200 por ciento del PIB.
Teniendo en cuenta ese altísimo endeudamiento privado, que en su mayoría proviene de préstamos hipotecarios sobre activos devaluados (no hay que desestimar la propuesta del FMI de realizar una quita hipotecaria en países como el nuestro), y que el sector financiero se encuentra paralizado por la acumulación de activos tóxicos inmobiliarios, la primera medida que se debería tomar es llevar a cabo una rebaja real y última del precio del suelo y de la vivienda en los balances de los bancos.
Y después aplicar las medidas, necesarias sin duda, de rescate, nacionalización, ventas, fusiones o lo que sea pertinente y acabar de una vez por todas con el bloqueo del crédito que imposibilita la reanudación de la actividad económica e impide a las familias generar los ingresos necesarios para hacer frente a sus deudas. Éste es nuestro verdadero lastre, el de la falta de demanda doméstica por falta de empleos, por no poder acceder al crédito o por desconfianza en el futuro.
Sin miedo al rescate
Si fuera necesario acudir al fondo de rescate para ello, habría que hacerlo. Ésta es la medida de austeridad que deberíamos plantearnos en España: reconocer que nos hemos dedicado durante los últimos 20 años a hinchar el globo de la construcción sin querer darnos cuenta de su insostenibilidad y que por esa razón nuestros patrimonios valen mucho menos de lo que pensábamos. Es difícil despertar de la agradable ilusión de poseer la gallina de los huevos de oro, pero cuanto más tardemos, más trabajo nos costará ponernos manos a la obra para volver a generar ingresos.
Pero al mismo tiempo, una vez realizado este ajuste, el Gobierno debería tener la voluntad y la posibilidad de destinar fondos a inversiones estructurales que generasen empleo, al estilo de las que Obama llevó a cabo en EEUU. Los inversores de los mercados financieros se encuentran más confiados al invertir en un país con crecimiento y que crea empleo que en una economía en recesión que recorta beneficios sociales y que es incapaz de dar trabajo a una gran parte de su población.
Si además el euro se depreciara frente al dólar entre un 15 y un 20%, el camino de la recuperación quedaría expedito. Para esto sería necesaria la actuación del BCE, con intervenciones directas o con políticas monetarias no convencionales: compras de bonos soberanos. Esperemos que lo que los votantes demandan sea escuchado por los políticos que deciden sobre la economía europea.
Miguel Ángel Rodríguez, analista de XTB.