Durante estos últimos meses y por encima de otros asuntos vitales, ha sobrevolado sobre el escenario político español la polémica suscitada en torno a la sustitución de Rodríguez Zapatero como candidato a las próximas elecciones generales por el Partido Socialista.
En público, los barones del PSOE le han pedido que haga evidente su decisión, pero en privado han sido más claros y, amparados en el anonimato, muestran sus preferencias por un cambio de cartel; tal vez quien más radicalmente se haya alejado de esta posición haya sido Gaspar Zarrías, responsable de Administraciones Públicas, que ha esgrimido los estatutos del PSOE y la costumbre para driblar las continuas acometidas de la prensa.
El juego, planteado en estos términos, nos hace recordar la figura mexicana, un tanto oscura y antidemocrática del tapado. Pero la cuestión tiene, a mi juicio, más enjundia. La polémica suscitada en el seno del Partido Socialista se origina por unas expectativas electorales muy negativas y no hemos visto un debate estratégico, en profundidad, sobre lo que ha fallado, los errores que se han cometido y cómo subsanarlos. Lejos de este empeño, los que han explicado su posición en público lo han hecho agobiados por sus responsabilidades autonómicas y por el riesgo de perder sus elecciones municipales. Sin embargo, la adversa situación electoral del PSOE se debe, en todo caso, a un desacuerdo, que puede ser coyuntural, de la sociedad española y no sólo ni especialmente a la figura de Zapatero.
Esta inquietud no ha provocado una reflexión sobre la política desarrollada en las dos últimas legislaturas y las alternativas a la acción desarrollada por el Gobierno. La política de estos últimos ocho años se ha caracterizado por el llamado proceso de paz, en el que nunca se pudo responsabilizar al primer partido de la oposición -en España, con denominadores comunes muy recientes, débiles y escasos, la política antiterrorista debe contar con el partido que puede sustituir al que tiene la responsabilidad del Gobierno- y que concluyó con las bombas de Barajas y una gran desconfianza entre quienes están obligados a entenderse; la aprobación de los nuevos Estatutos de Autonomía y, muy concretamente, el polémico Estatuto de Cataluña, que provocó un agrio debate entre los dos grandes partidos nacionales y mantuvo al Tribunal Constitucional, ante toda la sociedad española, paralizado durante varios años, contribuyendo, de manera decisiva, a su deslegitimación pública, antes de ser considerablemente enmendado; la importante ampliación de algunos derechos civiles y una política de alianzas con los minoritarios partidos de la izquierda nacionalista e IU.
El segundo mandato de José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido como eje la memoria histórica y, sobre todo, la crisis económica con las dramáticas cifras de paro en continuo aumento, que han llevado al Gobierno a adoptar una serie de medidas que, por más que sean inevitables, no dejan de ser profundamente impopulares porque son, aunque se utilicen toda clase de eufemismos, verdaderos recortes de derechos que disminuyen el ya precario poder adquisitivo de un gran número de españoles.
Una vez abierta la vía de agua, parece inevitable, desde luego sí entretenido, meditar sobre las alternativas que se presentan a quienes pueden y deben decidir sobre esta cuestión: el primer inconveniente, desde mi punto de vista, es que se convertiría en un heredero sin posibilidad alguna de recibir la herencia a beneficio de inventario, no sería un candidato con autonomía para hacer creíble un nuevo proyecto, un nuevo discurso; estaría prisionero de la acción de gobierno de estos últimos ocho años. No podría disminuir la desconfianza existente entre los dos grandes partidos en la lucha contra el terrorismo de ETA, ni la que impide contar con las víctimas del terrorismo en este momento crepuscular de la banda terrorista; estaría condicionado por la política autonómica desarrollada estos últimos años, dificultando las propuestas de reflexión sobre el Estado de las Autonomías para los que apostamos por él y rechazamos el soberanismo nacionalista y una España que no tenga en cuenta su profunda diversidad; siendo igualmente un lastre para los imprescindibles grandes pactos políticos que España necesita la estrategia de alianzas desarrollada durante estos últimos años. Desde luego, se vería obligado a defender las medidas económicas del Ejecutivo sin poder sacudirse la responsabilidad contraída por el pavoroso número de parados.
Ciertamente, podrá hacer gala de la paz social conseguida con los empresarios y los trabajadores, de la puesta en marcha de las medidas económicas dirigidas a superar la crisis, de la política de austeridad recientemente impuesta tanto a las administraciones locales y autonómicas como a la central. Pero todo esto no lo defenderá mejor, ni con más entusiasmo, ni con más crédito, ni con razones más poderosas que quien lideró todas ellas. ¿No es cierto que la mejor opción para defender la continuidad de las políticas es el propio Rodríguez Zapatero?
Si Zapatero, por decisión propia o inducido por el descontento de algunos, decidiera no presentarse en las próximas elecciones generales, sería razonable pensar en un cartel electoral distinto que pudiera enarbolar los aspectos positivos de su legado, pero que a la vez tuviera libertad y crédito para rechazar los que se han podido convertir en una carga pesada. Ahora bien, esta posibilidad, la única que permitiría al Partido Socialista competir con opciones de ganar las elecciones, si rechazamos la continuidad del actual secretario general, sólo es posible tras un debate que permitiera contemplar a la sociedad española la diversidad de la socialdemocracia española. Decía Gehlem: "El animal (?) no ve lo que no debe llegar a la percepción como algo vitalmente importante, como es el caso de señales que indican que está ante un enemigo, una presa, el otro sexo (?). El hombre, en cambio, está expuesto a una invasión de excitaciones, a una riqueza de lo perceptible". Efectivamente, el miedo -el riesgo de perder propiedades consideradas vitales por el ser humano, y el poder puede terminar siendo considerado como tal- lleva a éste, con más frecuencia cuando la decisión es grupal, a un comportamiento alejado de la racionalidad. Esto es lo que puede estar pasando en las filas de mi partido, y me permito advertirlo lejos de las perentorias necesidades de la política, confortablemente instalado en la vida privada.
Nicolás Redondo es presidente de la Fundación para la Libertad.