El impuestazo que se avecina es fruto del sempiterno trapicheo del presidente con los sindicatos UGT y CCOO. Éstos le pidieron un gesto que contrarrestara el recorte anunciado días antes, y Zapatero se plegó para evitar su principal fantasma: la huelga general. Una protesta que, en su caso, no convendría a nadie. Ni siquiera a las organizaciones sindicales, que podrían encontrarse con menos secundantes de los pretendidos, al haber perdido poder de convocatoria.
De nuevo, el presidente deja su gestión económica a merced de los designios de Toxo y Méndez. Su tardanza en acometer el ajuste de gasto que le urgían desde organismos internacionales, expertos y formaciones políticas le ha conducido al tijeretazo más duro de la democracia. Pese a ello, es un recorte insuficiente, por tardío, al que debe añadir otros, en lugar de tocar los impuestos.
Está demostrado que, sin reformas estructurales, los recortes no bastan y que las consolidaciones basadas en alzas de impuestos contraen la actividad, lo que menos necesita una España ávida de inversión y con la urgencia imperiosa de crear empleo. Subir impuestos "a los que más tienen" acelerará el ya incipiente proceso de fuga de capitales, pues las rentas altas salen por piernas de las fiscalidades hostiles, lo que nos debilitará.
Elevar la tributación de los más ricos desincentiva la prosperidad, justo cuando está pendiente una reforma laboral, de las prestaciones, financiera y energética, entre otras. Sin ellas, las severas medidas serán estériles. Las reformas harían más libre a Zapatero, hoy reo de los sindicatos, los cambalaches y de tener que neutralizar sus propios hechos.