Desde algunos sectores de la opinión se ha recibido con entusiasmo la enmienda a la Ley de Sociedades Anónimas presentada por el PSOE. Su intención es eliminar las limitaciones del "número máximo de votos que pueda emitir un mismo accionista o sociedades pertenecientes a un mismo grupo".
Así reza la iniciativa socialista. Quienes apoyan el fondo de la propuesta gubernamental razonan en los siguientes términos: si bien la oportunidad de esa modificación es discutible, porque sus beneficiarios tienen nombres y apellidos, su materialización constituye un avance liberalizador de primera magnitud y un instrumento eficaz para defender los derechos de los accionistas frente a los intereses de los gestores.
Este enfoque resulta atractivo y atrayente, pero presenta unas enormes fragilidades que no estriban sólo ni principalmente en que no tienen precedentes o, al menos, son muy minoritarios en el contexto de la UE. En cualquier caso, la apelación a la comparativa comunitaria no es relevante. Europa no es siempre sinónimo de verdad o de buen sentido. La objeción a la enmienda del Gabinete Zapatero tiene bases más sólidas.
¿Cuál es el sistema óptimo?
De entrada, el órgano soberano de las empresas por acciones en una economía capitalista es la Junta General. Ésta representa la totalidad del capital y, en consecuencia, ha de tener la libertad de dotarse de las normas de funcionamiento interno que considere oportunas sin otras restricciones que las derivadas del derecho común. En este contexto, quienes consideren vulnerados sus derechos por la aplicación de la regla mayoritaria siempre tienen la oportunidad de buscar el amparo de los tribunales en un Estado de Derecho.
Además, si están en desacuerdo con la administración de la sociedad desplegada por su equipo directivo tienen dos opciones adicionales: vender su participación o, en el caso de las cotizadas, lanzar una opa para expulsar a los gestores que no maximizan los beneficios de la compañía. Lo que no parece de recibo o resulta poco presentable es impulsar cambios legales para intentar conseguir por la puerta falsa lo que no se es capaz de lograr por los procedimientos propios y legítimos de una economía de libre mercado.
No existe ningún argumento teórico ni empírico que permita determinar cuál es el sistema óptimo de representación o de acceso a y de voto en los órganos de gobierno de una compañía. Cada sociedad es diferente y debe auto regularse conforme mejor parezca a la mayoría del capital, esto es, a sus dueños, que son los accionistas. Tampoco hay un criterio claro e infalible que haga posible establecer una correlación robusta entre la existencia o inexistencia de restricciones estatutarias al ejercicio de los derechos políticos de determinados paquetes accionariales y, un factor clave, los resultados de las empresas.
Así, por ejemplo, Repsol o Telefónica, que sí tienen ese tipo de restricciones, parecen haber generado más valor para sus accionistas que Sacyr o ACS, que no los tienen. Por tanto hay que ser muy prudentes a la hora de proponer a las sociedades normas rígidas en sus sistemas de votación e incluso plantear recomendaciones concretas y generales sobre la cuestión (Grossman S. y Hart O.D., One Share/One Vote and the Market for Corporate Control, Journal of Financial Economics, nº20, 1988).
Por otra parte, la supresión por ley de la libertad de las sociedades para regularse como deseen no sólo es un intervencionismo injustificable en el ejercicio de los derechos de propiedad, sino tiene efectos indeseados. En concreto, disuadiría a muchas compañías grandes y medianas de acudir al mercado de capitales ante el peligro de perder su posición de control. En un contexto de restricción crediticia, la iniciativa gubernamental reduciría de manera extraordinaria los incentivos de numerosas empresas, por ejemplo familiares, a salir a bolsa. Alguien dirá que ése es el dilema imposible de quienes quieren mandar y a la vez obtener fondos de terceros.
Dejemos a los inversores actuar
Esto es cierto, pero hay que dejar a los inversores que tomen sus decisiones sin que éstas se vean distorsionadas por una mala legislación. Quizá nadie invertirá un euro en una empresa familiar que limita los derechos políticos de los accionistas foráneos al 1 por ciento, exageración evidente, pero quizá sí, porque la tasa de retorno ofrecida o esperada es muy alta. En cualquier caso, ésa es una determinación que el Gobierno no puede condicionar.
¿Cuál es la causa última de la enmienda socialista a la Ley de Sociedades Anónimas? Desde luego, su origen no está en las preocupaciones teóricas planteadas hasta el momento. Tampoco la trayectoria del Gobierno le consagra como un paladín de los derechos de propiedad. Es una enmienda en defensa de los intereses de los grandes accionistas minoritarios que no han conseguido tomar el poder en las empresas objeto de deseo, por ejemplo Repsol o Iberdrola, y tienen inmovilizadas en ellas inversiones multimillonarias que, de momento, les proporcionan pérdidas sensibles. Por eso, recurren a la vieja técnica del "uso instrumental del derecho" para lograr sus fines.
Son los mismos liberales que han servido con entusiasmo todos los intentos de asalto del poder a las empresas privadas desde 2004. Por eso, la enmienda coincide con la vuelta a la escena, según parece, del Ministro de Industria, águila de todas las operaciones fallidas realizadas por el Gobierno para controlar compañías hostiles, independientes o indiferentes a los mandatos del Ejecutivo.
En España ha existido siempre, pero ha proliferado de forma extraordinaria en los últimos años, un tipo de capitalismo pervertido, de buscadores de rentas que invocan el interés general para obtener prebendas personales y empresariales. Esa España está detrás de la enmienda socialista a la Ley de Sociedades Anónimas y, peor, todo el mundo lo sabe. Todos somos amiguitos y nos hacemos los locos... Lejos de ser una medida liberal, la iniciativa del PSOE es una nueva muestra de su incurable intervencionismo.
Lorenzo B. de Quirós es Miembro del Consejo Editorial de elEconomista