
La estafa financiera ha sido y será una constante a lo largo de la historia de la humanidad. Y no puede ser de otra manera, ya que como apuntaba el ilustre economista J. K. Galbraith, la memoria en asuntos financieros adolece de una extrema fragilidad ya que son pocos los ámbitos de la actividad humana en los que la historia cuenta tan poco.
El fraude no conoce fronteras geográficas y las víctimas han sido personas que carecían de la más elemental cultura financiera y también reputados expertos a los que se les suponía un conocimiento exhaustivo de las finanzas.
Desconocimiento y codicia
En general, los estafadores se han aprovechado del desconocimiento y la codicia de personas que atraídas por la promesa de altos rendimientos les han confiado sus ahorros sin más garantía que su palabra o solvencia personal. Algunos ejemplos pueden calificarse de esperpénticos, si no fuera por la tragedia que se esconde detrás de los miles de personas estafadas.
Uno de estos curiosos casos es el del 'jamonero de Trevélez', condenado por estafar unos 25 millones de euros a más de 200 habitantes de la Alpujarra granadina.
El truco de este empresario innovador consistía en convencer a sus vecinos para que invirtieran sus ahorros en la empresa de jamones que fundó tras dejar su trabajo en una sucursal bancaria de la zona. A cambio prometía a los inversores un beneficio anual del 16%, garantizando que pagaría con jamones si la empresa no funcionaba. Lógicamente esta promesa no fue cumplida y el jamonero fue detenido tiempo después por agentes de Interpol en la República Dominicana.
Hace algunos meses entró en crisis en Colombia el fenómeno de las 'pirámides', cuando comenzaron a desaparecer los responsables de varias oficinas que recibían dinero en metálico a cambio de pagar elevados intereses. El negocio de estas entidades era captar dinero prometiendo a los depositantes ganancias de 150% hasta 350% sobre el importe de su inversión. El volumen de dinero desaparecido y el número de personas afectadas fue de tal magnitud que el gobierno colombiano tuvo que declarar el estado de emergencia económica para manejar la crisis social causada por la estafa piramidal.
Lo curioso del caso es que muchos de estos inversores incautos defendieron la solvencia de las entidades hasta el último momento (algunas con nombres curiosos como DRFE, siglas de Dinero Rápido Fácil y Efectivo), achacando el fracaso del sistema a la presión de los periodistas que junto a las autoridades habían alertado de la ilegalidad del negocio.
¿Parecidos con Madoff?
Una de las mayores estafas piramidales de la historia es sin duda la protagonizada por Bernard Madoff (cuantificada en 65.000 millones de dólares). Este financiero de Wall Street utilizaba como tapadera una sociedad que le servía para captar los fondos de personas adineradas. Oficialmente, Madoff invertía ese capital en acciones de grandes compañías, ofreciendo altas rentabilidades que nunca se veían afectadas por las oscilaciones de los mercados.
La realidad es que los fondos que captaba le servían para pagar los rendimientos a los antiguos clientes. Esta promesa de alta rentabilidad junto a su prestigio y el aura de exclusividad que otorgó a su sociedad de inversión le permitieron reclutar como clientes a personas ricas, fundaciones e incluso a grandes entidades de la banca internacional.
La pregunta que surge es qué tienen en común estos tres casos. En primer lugar, la promesa de unos rendimientos muy superiores a los del mercado. En segundo, la opacidad de las inversiones en las que supuestamente se iban a materializar los recursos captados y la falta de información contable sobre la situación de tales empresas. A menudo se dice que el balance de una empresa es una fotografía de su situación económica y financiera, aunque con las lógicas limitaciones derivadas de la aplicación de los principios contables.
Volverá a suceder
Pero ante la complejidad que en los últimos tiempos ha alcanzado la información contable, ¿no sería más eficaz ofrecer productos de inversión aportando como garantía las fotografías de los propietarios, instalaciones y artículos de la empresa que los emite? Para qué confundir a los inversores con complicados estados financieros y criterios de valoración de indescifrable interpretación (véase el valor razonable). El balance más saneado parecería triste ante la imagen de una botella del mejor champán francés o del más exclusivo caviar iraní.
Además, para qué valorar las existencias de tal o cual producto por su coste o valor neto realizable (como exige el Plan General de Contabilidad) si podemos informar de un valor muy superior al que figura en el balance, prescindiendo del resto de activos y pasivos.
Resulta claro que aunque el fraude financiero se incluya (más como una moda) en los programas de enseñanza de las universidades y escuelas de negocios, poco hemos aprendido para evitar que estos fenómenos se produzcan en el futuro.
Juan Miguel del Cid Gómez es Catedrático de Economía Financiera y Contabilidad de la Universidad de Granada.