
Quien más quien menos se ha tomado menos que más en serio las profecías de Michel de Nôtre-Dame, más conocido como Nostradamus. Comenzando por la que auguraba que en 1999 llegaría del cielo "un gran rey de terror", lo que quiera que eso signifique. Aunque sus textos eran igual de vagos que el horóscopo, y por tanto se puede encontrar en ellos la misma cantidad de ambigua verdad, lo cierto es que debió ser una persona muy popular. Parece ser que tenía muchos clientes que llegaban de tierras lejanas para dejarse inundar por su sabiduría. Lo cual no refleja tanto la exactitud de ésta como el ansia de seguridades que debían tener en aquel tan convulso siglo XVI. Cosa explicable, quizá, en tiempos preilustrados y muy lejanos a las revoluciones industriales. Tiempos de alquimia, cabalistas y peste bubónica.
Casi quinientos años después de la publicación de su libro, la evolución de la humanidad ha sido muy significativa, porque en estos siglos hemos adquirido infinidad de conocimientos acerca de cómo funciona nuestro mundo. Y ahora vivimos en la llamada era del dato, en el que casi cualquier dimensión del ser humano o del mundo que le rodea es cuantificable y manejable. Y por supuesto experimentable. Conocemos desde la estructura de un átomo a la de una galaxia y desde el funcionamiento de la procreación hasta el momento en el que una idea atraviesa la barrera de la conciencia. Lo que es sorprendente es que, aún con toda esa sabiduría, no haya cambiado nuestra inseguridad respecto a lo que pasará mañana y en el mañana de mañana. Dicho en otras palabras, la inabarcable cantidad de información que hoy tenemos disponible no nos hace sentir más seguros, como quizá sería lo esperable. Parece que, al contrario, cuanto más sabemos más inseguros nos sentimos.
Y así es que nos colgamos de noticias y de gurús que afirman saber lo que ocurrirá este año, el año que viene o dentro de dos décadas. Apóstoles de la digitalización, de la geopolítica o de la epidemiología, del metaverso o de las finanzas. La rotundidad de sus profecías congrega a centenares de miles de personas como antes viajaban de lejanas tierras para escuchar las de Nostradamus. Se podrá decir que esta época está caracterizada por la incertidumbre y el cambio, pero eso solo es un cliché alimentado por quienes agitan las aguas con intención de inquietar, generalmente con fines crematísticos. Nuestro mundo no es más incierto ahora que durante otras pandemias, crisis económicas o conflictos bélicos.
¿Cómo explicar nuestra adicción a las predicciones? ¿Cuánto conocimiento de la realidad necesita la raza humana para dejar de sentir miedo de su futuro? ¿Cuántos descubrimientos harán falta para que, de una vez por todas, nos lancemos a vivir en el proverbial momento presente?
Nuestros antepasados dieron un salto de gigante cuando comenzaron a llevar consigo piedras talladas de sílex, por si encontraban un animal que pudieran desollar y comer. Fue el momento en el que apareció la anticipación, una habilidad exclusiva del ser humano que ni siquiera los grandes simios poseen. Y desde entonces ha vivido con nosotros la necesidad de rellenar ese vacío que conecta el punto donde estamos con el punto donde estaremos. Cualquier tipo de predicción aprovecha esa necesidad: las razonables, las falsas y las interesadas.
"Los nuevos Nostradamus pueden controlar sus predicciones de manera muy eficiente a través de opacos algoritmos y minería de datos"
Lo que cambia en nuestra era, y el riesgo implícito que hay en ello, es que muchas de las profecías que escuchamos de los nuevos Nostradamus son interesadas, más allá de que él viviera de sus pronósticos. Porque dibujan futuros en los que se han invertido cuantiosas sumas. Hay poca diferencia entre las predicciones que las marcas de electrodomésticos hicieron en los años 60 sobre la cocina del futuro y la machacona comunicación que se hizo en su día sobre Second Life o las gafas de Google. En todos los casos se trata de intentos de describir un futuro en el que dejar de utilizar esas tecnologías no es una opción. Pero lo cierto es que aquella cocina nunca llegó, como tampoco el uso masivo de Second Life o las gafas de Google. Quienes recuerden las ardientes soflamas que acompañaron al nacimiento de Internet, que prometía ser el más grande templo de popularización del conocimiento de la Historia, se encontrarán raros al verse a sí mismos deslizando sus dedos por la pantalla a lo largo de una sucesión de mediocridades sin fin. Y cualquiera que tenga Alexa en su casa habrá comprobado lo frustrantes que son sus limitadas capacidades en comparación con las que en su día se anunciaron a bombo y platillo. De hecho, cuesta creer que no sea un dispositivo por encima de todo orientado a la captura de datos.
Y esa es la segunda gran diferencia: hoy día, los nuevos Nostradamus no solo profetizan lo que tienen entre manos, sino que pueden controlar sus predicciones de manera muy eficiente a través de opacos algoritmos y minería de datos. Nadie duda de la fuerte ambivalencia que rodea a las redes sociales, como tampoco se puede ocultar el rotundo fracaso de las gafas de Google o la puerilidad bajo la idea de Second Life. En este contexto, lo que resulta sorprendente es que sigamos asomando la cabeza cada vez que la superpotencia digital de turno nos muestra un poco de queso. Un queso que, después de morderlo, resulta ser insípido y acartonado.
No hay cura para nuestra hambre de certidumbres, como tampoco parece haber remedio al inexorable avance de las grandes compañías que engullen datos para producir control. Gigantes cuyas profecías se cumplen siempre porque lo que fabrican no es tecnología, sino futuro. Uno en el que el libre albedrío desaparece y solo existimos para comprar y votar lo que nos ordenan tras ordeñar nuestros datos. ¿Qué espacio le queda al ser humano entonces para ser humano? Pregunta de muy difícil respuesta.
"Tal vez haya que empezar a librar una guerra en la que, cuanto más fuerte e insistente es la postura del enemigo que controla y fuerza futuros, más sólida y genuina tenga que ser nuestra propia esencia"
Una opción es vivir con menos información. No son pocas las personas que deciden prescindir de ver informativos o que se desconectan de las redes sociales. Es probable, tal vez, que hace cientos, miles de años, lo que no era posible conocer se aceptara sin más. Es posible, acaso, que cada ciudadano viviera con su carga de incertidumbre y aceptación, de interrogantes y de resignación. Sin más. El peligro de adoptar esa opción en nuestros días es estar más aún a merced de un destino que no obedece a las fuerzas de la naturaleza, sino que está tejido con intereses políticos y económicos. Por tanto, parece que cerrar los ojos no es una alternativa.
Quizá acabemos dándonos cuenta de que la respuesta a estas cuestiones, de nuevo, no haya que encontrarlas fuera de nosotros, sino en el interior de cada uno. Tal vez haya que empezar a librar una guerra en la que, cuanto más fuerte e insistente es la postura del enemigo que controla y fuerza futuros, más sólida y genuina tenga que ser nuestra propia esencia, la que nos alumbra el camino. Estando en juego el libre albedrío quizá haya que armarse hasta los dientes de criterio personal, de gustos particulares, de lecturas de verdad elegidas, de amigos que dan abrazos en lugar de likes. Tal vez haya que volver al ideal de una vida lograda, llena, grandiosa. La gran pregunta es si, después del bombardeo constante de los nuevos Nostradamus, aún nos quedan ganas.