
Bruselas presenta la primera parte de la reforma más profunda que experimentarán los impuestos ligados a la energía de las últimas décadas. Los muy ambiciosos objetivos de reducir las emisiones contaminantes de la UE (al menos) un 55% en 2030, y de eliminarlas por completo en 2050, plantean un difícil horizonte para los motores de combustión.
Ningún coche nuevo que utilice ese tipo de propulsión podrá venderse a partir de 2035 y, mientras llega ese año, el consumo de gasóleo y gasolina se verá fuertemente penalizado. Basta con considerar el impacto en el diésel de los nuevos mínimos que la UE marca a su fiscalidad. Como se sabe, los impuestos especiales para hidrocarburos se cuantifican en euros por cada 1.000 litros y ahora ese suelo se halla en 330 euros para el gasóleo. La reforma fiscal supondrá una subida constante de dicho nivel, durante 10 años, hasta llegar a 482 euros, un 50% más. El impacto final variará según países pero en el caso español, será abultado (en torno al 30% de subida). En paralelo avanzará el proceso de electrificación de la economía, pero los mecanismos asociados a la transición energética encarecen la producción de electricidad. La apreciación de los derechos para emitir CO2 hace más costoso el recurso a combustibles como el gas y, en mercados marginalistas como el español, eleva también los precios de las energías renovables. La reforma fiscal de la UE amplifica estos efectos ya que aumenta el número de sectores que tendrán que concurrir a las subastas de derechos de emisión.
La gran ambición de la UE en este proceso exigirá alzas de impuestos y una generación de electricidad más costosa
Si a todo ello se suma el alza fiscal prevista para los combustibles de calefacción, como el butano, resulta evidente que los europeos deberán asumir que su acelerado cambio hacia una economía verde exigirá importantes esfuerzos.