
Pablo Iglesias anuncia salida de la Vicepresidencia Segunda del Gobierno para ser candidato a presidir la Comunidad de Madrid. Su anuncio fue inesperado, pero es fácil descifrar en él los intereses que lo llevaron a dar este paso.
Este golpe de efecto puede ser la última oportunidad de Iglesias de aglutinar el voto de izquierdas en Madrid y rescatar a Podemos de las pésimas perspectivas que presenta en las encuestas. En paralelo, todo apunta también al afán del vicepresidente de anticiparse a una futura crisis de Gobierno en la que resultaría uno de los damnificados. Con todo, más allá de cálculos personales, la dimisión de Iglesias tiene efectos de más largo alcance, y de carácter positivo, en el Gobierno central. Sólo puede celebrarse la salida de un político que hizo de su cargo un espectáculo a medida de su electorado y que se especializó en azuzar tensiones internas en el Ejecutivo. Por fuerza, el alivio debe ser especialmente intenso en los ministerios económicos, ya que éste fue el campo de batalla predilecto de Iglesias. Su afán por intervenir el mercado del alquiler no es más que la última etapa en una irresponsable trayectoria que lo llevó a boicotear la reforma del sistema de pensiones o a abogar por nacionalizaciones de empresas, o por castigarlas fiscalmente con su tasa Covid. Sin duda, sería ingenuo pensar que en Moncloa no volverá a hablarse de políticas de ese tipo.
Iglesias hizo de la confrontación y del radicalismo las señas de identidad de su actuación en el Gobierno central
Es bien conocido el interés de la nueva vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, por derogar las líneas maestras de la reforma laboral de 2012. Con todo, nada indica que vaya a igualar los niveles de radicalismo y confrontación que caracterizaron a Iglesias en Moncloa y que tanto daño hicieron a la economía española y a su imagen en el exterior.