
Cuando el ex alcalde de Madrid Juan Barranco se retiró de la vida política pronunció una frase que, algunos años después, ha cobrado mayor significado incluso del que tenía en su día. "La política española está encanallada". Las palabras del histórico dirigente socialista datan de cinco años atrás, cuando la nueva clase política que llegó a la política española por aquellos tiempos comenzaba a imponer sus modos de hacer desde los platós de televisión y las redes sociales. No es que el odio visceral al ideológicamente diferente no estuviera ya arraigado entre nosotros en la etapa democrática, sino que se acentuaba más aún después de una larga crisis económica que sacudió la sociedad occidental, y que en España sacó a la superficie algunas cosas que estaban ocultas bajo la epidermis hasta entonces. Esa capa subterránea emergió. Y ahora, cinco años después, copa las posiciones más relevantes de la vida pública siendo fiel a su preferencia por lo cainita y por despellejar al adversario como primer objetivo, mucho antes que cualquier beneficio para los ciudadanos que son administrados.
La gestión de la respuesta a la pandemia que golpea al mundo no podía en España ser ajena a ese clima de guerracivilismo que tanto daño nos está haciendo. Y su máxima expresión ha llegado en las últimas dos semanas, con administraciones enfrentadas públicamente en torno a las medidas más oportunas para combatir la propagación del virus. Mientras las organizaciones sanitarias a nivel internacional se sorprenden de que España sea el país con mayor incidencia, tanto en la primera como en la segunda oleada del coronavirus, dentro de nuestras fronteras se libran batallas de preeminencia ante la opinión pública que sólo buscan cómo mejorar las expectativas propias de cara al futuro y cómo destruir las del adversario. Un duelo a garrotazos como el de Goya, pero con los ciudadanos como arma en lugar de los bastones goyescos.
Y luego tenemos el ancestral doble rasero tan querido por estas tierras. Si mi antagonista hace algo, siempre será negativo y condenable. Pero si lo hacen los míos no merecerá condena alguna. El confinamiento es diferente si lo decreta la Comunidad o si lo determina el gobierno, como hemos visto en los barrios aislados que salieron a protestar por una insólita "segregación" que ahora, con muchos más cientos de miles de afectados, no es criticada en manifestación alguna. El empleo tan frecuente de esta palabra, que tiene connotaciones terribles allá donde realmente se ha sufrido como en la América esclavista o en la Alemania hitleriana, resulta sorprendente en una sociedad del bienestar como la nuestra. Ahora resulta sorprendente que no sean "segregados" municipios de extracción obrera como Móstoles, Getafe o Alcalá de Henares y antes sí lo fueran barrios como Usera o Vallecas.
De forma idéntica, hay moción de censura positiva y necesaria, y moción de censura dañina obra de la ultraderecha. Si se plantea en la Comunidad de Madrid, como estamos todos atisbando, obedece a una necesidad real de sustituir a un gobierno regional que ha fracasado en el combate contra las consecuencias de la pandemia.
Pero si se plantea contra el gobierno, es una forma antidemocrática de intentar derrocar a los partidos de la coalición. Algo a lo que los ciudadanos de la región-capital están demasiado acostumbrados, la diferencia de criterios con que se miden sus acciones: hace pocos meses eran repudiados en las zonas de España donde tienen segundas residencias y donde se despreciaba su llegada por ser transmisores del virus, y en puertas del puente del Pilar y con la economía arruinada, los establecimientos languideciendo en todo el litoral del país, se ha pedido su llegada como la última posibilidad de salvar la temporada.